6 de octubre de 2009

Dulce inocencia infantil


¡Cómo envidio la infancia! Con su inocencia, sus ganas de probar cosas nuevas, su fe en las personas, sus retos diarios…

Pasan los años y no queda nada de todo eso en nosotros. Inocencia… perdida para siempre. Ganas… cada vez nos cuesta más emprender nuevas actividades, buscar metas, salir de la rutina. Fe... dejas de creer en la humanidad, si de pequeña veías una noticia, relacionada con lo que fuese, siempre preguntabas al respecto, tu curiosidad no tenía límites.. Ahora mismo estamos tan acostumbrados que muchas veces escuchamos estas noticias de fondo mientras comemos, cenamos o limpiamos la cocina (por ejemplo).

Sí. La inocencia se pierde con el paso de los años. Y si me apuráis, cada vez se pierde antes. Yo era de esas niñas que creían porque querían creer. Quiero decir, cuando llegué a los once años ya había vivido suficientes experiencias como para perder la ilusión infantil, y sin embargo, seguía insistiendo. Insistiendo muy arduamente. Atrasé todo lo posible el momento de abrir los ojos ante la sociedad (eso no quita que fuese madura en otros aspectos). El caso es que ni siquiera recuerdo el día o el momento en el que salí de las fantasías de Disney para zambullirme en la cruda realidad. Y me da pena. Me da pena que los niños de ahora busquen todo lo contrario. Y me da más pena aún no haber disfrutado más de esos años (aunque quizás lo hice, porque como era inocente no tenía necesidad de contabilizar los buenos momentos ni las alegrías pensando que en un futuro estos iban a ser escasos).

Resumiendo, añoro los mimos de mis abuelos y mis tíos. Hecho de menos arrojarme a sus brazos buscando consuelo por una nimiedad y recibir sus arrumacos a cambio. También hecho en falta el beso de buenas noches de mis padres y los arrumacos de mi padre cuando volvía de trabajar, los cuentos que me leía mi cuidadora y los que la leía yo a ella en cuanto aprendía a hacerlo, los amigos del colegio (a estos les dedicare una entrada un día de estos) y la espontaneidad al decir las cosas.

Y me parece mentira que fuese solo hace unos años cuando estaba tan llena de todas estas cosas. Hace tan poquito y sin embargo… qué lejanas las recuerdo en mi mente.

La juventud nos hace perder el norte. Yo por lo menos no sé hacia dónde me dirijo pero mientras tanto, en ese trayecto, he cambiado los abrazos de la familia por las incesantes discusiones sobre temas morales y no tan morales, palabrotas de mi padre y gritos de mi madre. También he cambiado los cuentos en voz alta por las lecturas solitarias basadas en la dura vida, el decir lo que se piensa por palabras calladas, a media voz y murmuradas en los rincones.
Asusta lo rápido que se crece (o se debería crecer) y lo mucho que se espera de uno en un futuro cada vez más próximo.

Hay veces en las que no queda más remedio que rendirse ante nostalgia de los niños que algún día fuimos y nunca más seremos, ante la nostalgia de la dulce inocencia infantil para siempre perdida.

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