Dejamos por escrito las tristezas, pero en cambio enterramos las palabras más bonitas y la crónica de nuestra felicidad.
Usamos la escritura como terapia, catarsis, reflexión, evasión… como
salvación. A menudo, cuando las pequeñas tragedias cotidianas nos
acechan, los grandes dramas nos alcanzan, o el inexplicable desánimo nos
inunda, recurrimos al lápiz y el papel, a las notas de texto del móvil,
o al teclado de un ordenador intentando encontrar palabras que
desahoguen y profundicen en nuestras aparentemente impenetrables vidas,
palabras que encuentren un sentido a la tristeza.
Basta con echar un
vistazo a la literatura universal para descubrir una cantidad ingente
de novelas, ensayos, poemarios… llenos de páginas y páginas de pasajes
melancólicos, trágicos, dramáticos, violentos, dolorosos,
desesperanzadores, duros, depresivos… mortales. (Sublimes la mayoría de
ellos.)
En tristezas está ya todo escrito, es difícil innovar.
Pero sobre la felicidad, el éxtasis emocional, el llanto de alegría…
faltan páginas y, lo más importante, descubrimientos, análisis,
disertaciones. Puede ser debido a que se trata de un término y una
vivencia más ambigua, menos clara.
Seguramente Tolstoi tenía razón y
la felicidad se vive de manera similar en todos los casos, mientras que
las desgracias nunca se sienten de la misma manera, pues están llenas
de matices.
Probablemente también existan diversos paradigmas de
felicidad, en función de unas características u otras, pero por el
momento no somos capaces de clasificar la felicidad en diferentes tipos;
la idealizamos de tal manera que terminamos por considerarla un todo,
un nivel elevado en el que el acceso es restringido y no hay puntos
intermedios, en el que la gente ríe, calla y disfruta.
Al final todo se reduce a lo siguiente: es más fácil vivir la felicidad que contarla; no sucede lo mismo con la tristeza.
Sin embargo, la felicidad también merece ser relatada y los momentos
bellos ser registrados en el tiempo. Nos centramos tanto en vivirlos que
a veces olvidamos que escribiéndolos se hacen más nuestros.
Es por
ello que en esta efímera madrugada siento la necesidad de dejar
constancia de que he vivido intensos instantes que me han dejado sin
aliento, la necesidad de narrar que he conocido la felicidad rodeada de
personas que merecen la pena, que el amor, la amistad y la salud me han
proporcionado una alegría sostenida, y que los pequeños placeres me han
elevado a lo más alto: una boca que acaricia una espalda, una sonrisa
desconocida que dura más tiempo del que se considera apropiado, un día
soleado tras muchos días nubosos, el revoloteo de una melena sometida al
implacable viento, una canción que cobija recuerdos, un susurro al
oído, una mano anónima que ofrece su ayuda desinteresada, una ráfaga de
aire frio que golpea una cara y despeja una mente, una mirada brillante
de ilusión, un momento familiar, una lectura favorita acompañada de un
vaso de leche caliente entre las manos, un momento de complicidad con un
ser querido (o incluso desconocido), un tranquilo rincón en el que
descansar, una partitura con tu instrumento musical, un baile en
compañía, una independencia en soledad…
Por qué ocultar la
existencia de esas veces en las que la emoción no te cabe en el pecho y
te sientes tan feliz que no te importaría evaporarte, convertirte en
átomo que se quede colgado de ese instante; las veces en las que la
felicidad hace palpitar al corazón el doble de rápido, en las que
pierdes la cabeza a causa del éxtasis momentáneo, en las que te
deslumbra la felicidad que desprenden tus impulsos, en las que suceden
cosas buenas inesperadamente (como casi todo lo bueno, que llega sin
avisar).
Las palabras evitan que desaparezca el día en el que te ves
creyendo en ti misma y quieres comerte el mundo, el día en el que has
roto con los lastres y miedos y te sientes tan autónoma y libre que te
crecen alas con las que echar a volar, el día en que cumples un sueño
largamente esperado o superas algún obstáculo, el día en que descubres
que, efectivamente, el precio que has pagado merece la pena con creces.
Imposible negar las ráfagas de repentina pasión por la vida, las
euforias compartidas, los ataques de risa, la emoción al ver a niños
pletóricos que echan a correr, la sensación de un trabajo bien hecho, la
autorrealización, los escalofríos de placer… el grito de emoción bajo
la lluvia que exclama: ¡soy feliz!
No, no tiene sentido callar lo más hermoso; deberíamos compartirlo.