Todo infierno pasa y toda paz llega... cuando menos te lo esperas. De
repente un día te descubres bailando en mitad del andén mientras
escuchas música y esperas a que llegue el tren. Y al fin te reconoces en
ese gesto tan alegre, despreocupado y banal... tan... tuyo.
Si algo he aprendido es que, suceda lo que suceda, siempre se puede volver a bailar de felicidad.
En septiembre de 2009 encontré en la Comunidad de la Cadena Ser un hogar en el que di rienda suelta a mis desvaríos. Ésta es una recopilación y continuación de aquellos retazos sueltos.
Mostrando entradas con la etiqueta bailar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta bailar. Mostrar todas las entradas
21 de febrero de 2017
21 de enero de 2015
Baile libertario
Ha
sido esta tarde. Creo que eran las ocho, pero quizás eran las siete. En
realidad podría haber sucedido a cualquier hora de cualquier día. El
tiempo es tan relativo y, hasta cierto punto, irrelevante…
Tenía los codos apoyados sobre el escritorio y las manos sujetando mi cabeza mientras mi mirada se dirigía a los apuntes extendidos por toda la habitación. Se escuchaba, de fondo, una lista de canciones reproducidas desde el ordenador. Mi mente, agotada y abotargada tras un día de pensamientos estériles, divagaba a sus anchas. La ventana, abierta, permitía que entrase un viento invernal que mi cabeza acogía con sumo gusto, aliviada por la analgesia que produce el frio.
Estaba, pues, absorta en mis desvaríos, cuando de pronto ha sonado una canción notablemente diferente al resto. Las anteriores eran tranquilas, tirando a melancólicas, mientras que la melodía de esta canción desprendía alegría y vitalidad. Mi cuerpo se ha levantado de la silla y, como si se tratase de un reflejo natural, ha empezado a moverse al son de la música. Primero suavemente: los hombros y brazos balanceándose, las caderas rotando interna y externamente, los tobillos preparados para saltar. Y a continuación, ese impulso, esa llamada de lo salvaje que surge cuando el ritmo musical aumenta y ya no hay cielo ni infierno capaz de contener la pasión desbordante y la honda intensidad. Se trata de una despreocupación total y absoluta que induce a olvidarse de todo. Una vorágine corporal en la que no existe nada más allá de ese instante. No hay nada más importante que vivir ese momento, permitir que el cuerpo haga de las suyas y la mente se deje llevar por el baile desbocado.
Ha terminado la canción y me he acercado rápidamente al ordenador para buscar otra que mantuviese el nivel de intensidad y motivación. Una que no hiciese disminuir tal éxtasis y me permitiese seguir con el baile libertario. Llevaba ya unos quince minutos así y mi enajenación empezaba a ser ciertamente alarmante, cuando he mirado distraídamente a través de la ventana y me he topado con unos ojos fijos en mí. Desde la terraza de enfrente me observaba un chico. He sufrido un “tierra, trágame” muy potente. Estaba recuperando la compostura y a punto de cerrar la ventana y bajar la persiana, cuando he oído que el chico decía algo. Me pedía que siguiese bailando, que no parase por su culpa, porque la felicidad que desprendía era contagiosa y daban ganas de unirse. Los que me conoceréis sabréis que me he sonrojado y casi muero de vergüenza. Pero no era vergüenza por mis espasmódicos bailes, y tampoco por el piropo. La culpable de mi sonrojo era esa sensación de intromisión externa. Lo que creía secreto y ajeno a cualquier juicio externo, había dejado de serlo.
Somos nada más y nada menos que la forma en la que bailamos, suspiramos, actuamos... cuando no hay nadie delante (o no somos conscientes de que lo hay). Es entonces cuando mostramos el yo más profundo y visceral; el yo más pleno y libre.
Sería absurdo preguntarse por qué no se baila así en las discotecas o los bares (obviando el problema de los gustos musicales, que ese es ya otro cantar). La mayoría de la gente solemos bailar (y vivir, que al fin y al cabo es lo mismo) conteniéndonos. Esa reticencia a mostrarse, a exponerse, ese miedo a ser juzgado… nos tiene atemorizados. Y todos sabemos que no, no hablo de bailar. Hablo de vivir, de sentirse eterno, de “me va la vida” en esto que estoy haciendo.
Asumámoslo, a menudo vivimos perseguidos por el miedo,el cual nos convierte en prisioneros de nosotros mismos. Y sólo aquel que no tiene miedo puede alcanzar la libertad en plenitud y por tanto ser (siempre) uno mismo en estado puro.
Tenía los codos apoyados sobre el escritorio y las manos sujetando mi cabeza mientras mi mirada se dirigía a los apuntes extendidos por toda la habitación. Se escuchaba, de fondo, una lista de canciones reproducidas desde el ordenador. Mi mente, agotada y abotargada tras un día de pensamientos estériles, divagaba a sus anchas. La ventana, abierta, permitía que entrase un viento invernal que mi cabeza acogía con sumo gusto, aliviada por la analgesia que produce el frio.
Estaba, pues, absorta en mis desvaríos, cuando de pronto ha sonado una canción notablemente diferente al resto. Las anteriores eran tranquilas, tirando a melancólicas, mientras que la melodía de esta canción desprendía alegría y vitalidad. Mi cuerpo se ha levantado de la silla y, como si se tratase de un reflejo natural, ha empezado a moverse al son de la música. Primero suavemente: los hombros y brazos balanceándose, las caderas rotando interna y externamente, los tobillos preparados para saltar. Y a continuación, ese impulso, esa llamada de lo salvaje que surge cuando el ritmo musical aumenta y ya no hay cielo ni infierno capaz de contener la pasión desbordante y la honda intensidad. Se trata de una despreocupación total y absoluta que induce a olvidarse de todo. Una vorágine corporal en la que no existe nada más allá de ese instante. No hay nada más importante que vivir ese momento, permitir que el cuerpo haga de las suyas y la mente se deje llevar por el baile desbocado.
Ha terminado la canción y me he acercado rápidamente al ordenador para buscar otra que mantuviese el nivel de intensidad y motivación. Una que no hiciese disminuir tal éxtasis y me permitiese seguir con el baile libertario. Llevaba ya unos quince minutos así y mi enajenación empezaba a ser ciertamente alarmante, cuando he mirado distraídamente a través de la ventana y me he topado con unos ojos fijos en mí. Desde la terraza de enfrente me observaba un chico. He sufrido un “tierra, trágame” muy potente. Estaba recuperando la compostura y a punto de cerrar la ventana y bajar la persiana, cuando he oído que el chico decía algo. Me pedía que siguiese bailando, que no parase por su culpa, porque la felicidad que desprendía era contagiosa y daban ganas de unirse. Los que me conoceréis sabréis que me he sonrojado y casi muero de vergüenza. Pero no era vergüenza por mis espasmódicos bailes, y tampoco por el piropo. La culpable de mi sonrojo era esa sensación de intromisión externa. Lo que creía secreto y ajeno a cualquier juicio externo, había dejado de serlo.
Somos nada más y nada menos que la forma en la que bailamos, suspiramos, actuamos... cuando no hay nadie delante (o no somos conscientes de que lo hay). Es entonces cuando mostramos el yo más profundo y visceral; el yo más pleno y libre.
Sería absurdo preguntarse por qué no se baila así en las discotecas o los bares (obviando el problema de los gustos musicales, que ese es ya otro cantar). La mayoría de la gente solemos bailar (y vivir, que al fin y al cabo es lo mismo) conteniéndonos. Esa reticencia a mostrarse, a exponerse, ese miedo a ser juzgado… nos tiene atemorizados. Y todos sabemos que no, no hablo de bailar. Hablo de vivir, de sentirse eterno, de “me va la vida” en esto que estoy haciendo.
Asumámoslo, a menudo vivimos perseguidos por el miedo,el cual nos convierte en prisioneros de nosotros mismos. Y sólo aquel que no tiene miedo puede alcanzar la libertad en plenitud y por tanto ser (siempre) uno mismo en estado puro.
28 de febrero de 2010
Me encantó bailar contigo
Me gustaría que inventases un cielo para mí. ¿Puede ser?
Lo sabes, te echo de menos. Hoy... más de lo normal. No puedo evitar pensar en tus manos, tus bailes, tus frases, tus abrazos... ¿Acaso los recuerdas tú?
—Puede que no sea hoy, ni mañana, pero tengo miedo de que un día empiece a llorar y no pueda parar y se inunde la habitación y nos ahoguemos los dos.
—Aprenderé a nadar.
Nunca, nunca, nunca me habían citado una frase tan hermosa. Nunca, nunca, nunca, había estado abrazada a alguien durante horas. Hasta que llegaste tú, rompiste todos mis esquemas y convertiste lo imposible en posible.
En realidad el propósito de esta misiva es el de decirte, honey, que hay cosas que para ser no necesitan permiso... y el amor es una de ellas. Una pena que hayas tenido que morir para que te dijese esto. Una verdadera lástima que en ningún momento te comentase que me encantó bailar contigo.
Porque en el fondo todo se reduce a un baile. Agradable en ocasiones, turbulento en otras, con tropiezos, caídas, e incluso empujones. Pero también hemos bailado al ritmo del compás, aunque nos haya costado, porque mira que un tres por cuatro... al principio no paras de pisar al otro pero cuando le coges el ritmo no es tan difícil. Como un vals. Sí. Quizás hayamos bailado un vals sin darnos cuenta. Me gusta la idea.
Pues lo dicho Ángel, un placer bailar contigo. Ahora, con tu permiso, intentaré bailar con las demás personas importantes de mi vida, aquellas que también merecen la pena.
-----
Esta entrada está dedicada a todas aquellas personas que de una forma u otra me han tendido la mano y ayudado en estos momentos difíciles. Gracias a los blogueros con los que he compartido tantos sueños y al resto de mis amigos, que día a día, están conmigo.
Los muertos se van pero los vivos permanecen y si uno continúa luchando es exclusivamente por y para las personas queridas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)