20 de marzo de 2017

Papá

Mi padre perdió al suyo con ocho años. Mi madre pudo disfrutar de su padre durante más de cinco décadas.
Yo llevo veinticuatro años compartidos con el mío y... no le cambiaría por nada del mundo. Si hubiese podido elegir padre... le habría escogido una y mil veces. Es una suerte tener este padre tan paciente, inteligente, comprensivo, habilidoso, culto, atento, entregado, desprendido... Y me quedo corta, porque las palabras no alcanzan a describir cómo son nuestras reivindicativas conversaciones, cómo me hace sentir con una palabra de ánimo, o la seguridad que me proporciona el saber que siempre podré contar con él, ya sea para que me arregle el ordenador, me recomponga el corazón, me recuerde tomarme las pastillas, me dé consejos sobre el contrato de la luz, o me recomiende una canción de los sesenta.

Me conoce como nadie. Sabe ver cuándo pierdo la paciencia y puede pararme los pies, también conoce mi desesperación ante las injusticias y sabe tranquilizarme con un: "No sufras, hija. No puedes cambiar el mundo de golpe. Empieza cambiando lo que esté a tu alcance."
Y si en la tele dan una noticia y el presentador se expresa sin propiedad, o comete un fallo lingüístico, o hace una pausa donde no debe... nos mosqueamos ambos, porque: ¡Menudos periodistas, que no cuidan el lenguaje!
En casa siempre hemos procurado cuidar el lenguaje, y la educación, el civismo, la empatía, el trato a los demás... cuidar todo lo que nos hace humanos. Eso me lo enseñó él. También me enseñó a creer en mí misma, a luchar por mis sueños, a buscar (y encontrar) mi propio camino... Me enseñó lo que es el amor y la entrega. Y me enseñó a merecerlos.
Gracias a él soy quien soy.

Aprendí a montar en bici gracias a su paciencia y su tranquilidad. También ecuerdo volver del cole con las notas... y entregárselas con ilusión a mi padre, esperando ver en su cara esa mirada de orgullo y esa sonrisa de satisfacción. Supongo que el haber sido buena estudiante se lo debo en gran medida a él. Quería que se sintiese orgulloso de mí, que tuviese la hija que se merecía.

Cuando me aficioné a Bob Dylan, me regaló su autobiografía en inglés, y cuando él mismo me descubrió a Van Morrison, me prestó todos los vinilos que tenía. Cuando di mi primer concierto de flauta travesera... ahí estuvo él. También en el último. Cuando cumplí 18 y le dije que me iba de voluntariado yo sola, sonrió y asintió. Cuando decidí mudarme a Inglaterra durante unos meses, fue el primero que me apoyó. Cuando le dije que algún día sería profesora en una aldea perdida de África... no se rió; me tomó muy en serio.

Si puede ayudarme con algo (del trabajo, de la casa, de lo que sea...) lo hace encantado. ¡La de veces que... ha hecho de chófer llevándome de un sitio a otro, que me ha acompañado al médico, que se ha quedado despierto esperando a que volviese de noche...!
Todo lo que pueda darme es poco para él. Por eso no me avergüenza decir que no sólo es el hombre de mi vida, sino también la persona de mi vida; la más importante.

14 de marzo de 2017

Demasiada felicidad

Desde el primer momento en que leyó el título de aquel libro: “Demasiada felicidad” se sintió identificada.

Podría decirse que lo tenía todo: el marido entregado, la casa recién estrenada a la que llamaba hogar, el trabajo de sus sueños… Era tan dichosa, tan implacablemente feliz… Moría de felicidad a cada segundo. Y no hablo de esa felicidad calmada, ni de esa paz interior. No. No se trataba de sosiego ni de alegría contenida. Todo era intensidad vital. Se derretía de amor y de vida con cada palabra, cada gesto, cada acción y decisión. En sus ojos latía la eternidad. No hay palabras para describir la emoción y el vértigo constante. Imposible explicar ese compromiso absoluto para con la vida y sus designios. Se volcaba en cada instante, dándose por completo, abriéndose en canal, entregándose como si le fuese la vida en cada situación. Exprimía cada momento y se bebía el jugo resultante. Después lamía el vaso, rebañando con la lengua y degustando toda esencia restante. Paladeaba la vida como solo algunas personas saben: saboreando hasta los trozos más amargos. Ella misma rebosaba exaltación y éxtasis por todos los poros de su ingrávido cuerpo.
La dopamina en su sistema nervioso era anormalmente elevada. Se había convertido en una adicta a la felicidad. Era su droga particular.

Al principio luchó, se resistió, gritó, lloró, se desesperó… Pero cuando todo sucedió, cuando el castillo de naipes se desmoronó y ella se dio cuenta de la gravedad e irreversibilidad de la situación, no se defendió; apagó la luz y se encogió sobre sí misma, agarrándose los pies y emitiendo un quejido sordo y doloroso. Él le sujetó la cara y mirándola a los ojos le dijo: “Tranquila, saldrás de esta, estoy contigo”. Después se fue para no volver.
Los dos siguientes meses fueron un infierno hecho realidad. Adelgazó diez kilos y se cortó el pelo. Se echó mechas rubias y se despertó (los días que se despertó) mirándose al espejo y esperando encontrarse con otra yo diferente. Una yo que no hubiese sido tan feliz.

Demasiada felicidad había sido demasiada.