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25 de junio de 2014

Ana María Matute

La muerte de Ana María Matute me ha dejado tan tocada como cuando, a los 6 años, escuché en la radio que acababa de morir Gloria Fuertes, y me pasé la noche llorando. Y eso que de Gloria, por aquel entonces, sólo conocía sus Versos Fritos, algunos cuentos (El hada acaramelada, Las tres reinas magas...) y adivinanzas. Pero Gloria me había descubierto un mundo nuevo en el que yo me había adentrado de su mano, una mano que ni siquiera conocía, pues de Gloria sólo había visto el rostro desafiante que aparecía en las contraportadas de sus libros infantiles. Sin embargo, Gloria no era una desconocida, mi forma de ser ya incluía sumergirme en su mundo y bucear en sus palabras, ¿cómo no iba a sentirme más vacía con su muerte?
Lo mismo sucede ahora con Matute, con la diferencia de que llevo casi toda mi vida leyéndola. Me reconozco en sus cuentos, en sus novelas, en sus palabras...
Su discurso de ingreso en la RAE está impreso y guardado en el segundo cajón de mi mesa, alguna de sus frases más inspiradoras están escritas en la libreta que guardo en el primer cajón, sus novelas, en el tercer estante, la mayoría de sus relatos, en la carpeta del club de lectura, y unos pocos, con los que más me identifico, en el espacio que hay en la cabecera de mi cama.
Ana María Matute está en mi aprendizaje literario y vital y en mi práctica docente, en los cuentos que he leído con los alumnos de este curso y del anterior, en los niños de 5º y 3º de Primaria a los que he dado Lengua. Las palabras e ideas de Matute están en mi TFG y en mi memoria de Prácticas...
Sus lúcidas invenciones ("el que no inventa, no vive"), sus reflexiones ("a veces la infancia es más larga que la vida...persiste más"), su manera de ver la vida ("La Literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas"), su aprecio por el niño interior (ese que todos fuimos y que ella ha mantenido hasta el final)... revolotean dentro, muy dentro de mí. Tan dentro que forman parte de quién soy.

1 de octubre de 2013

Death and all his friends

I don't believe we’re born knowing how to love, and if we are, that stuff gets forgotten so early. The first time our cries are not answered, we switch from love to survival. However, survival is not easy, even when the basic tools are supplied, death can come unexpectedly, to anyone... at any time.

10 de febrero de 2013

Accidentes mortales


Hoy vuelvo a escribiros sobre Ángel. Lo sé, soy una pesada. Es la persona a la que más he escrito por aquí. Es el hombre (a excepción de mi padre) que más me ha querido, creo. Al menos el que más me ha valorado y ayudado. Nos conocimos en un tiempo decisivo de nuestras vidas. En pleno auge de adolescencia.

Y hoy ha llegado el día. El día en el que la frontera del tiempo que nos separa llega a los tres años. Tres años sin Ángel. Lo repito una y otra, y otra vez. Han pasado tres años en los que le he echado muchísimo de menos, pero también tres años de vida que él no ha podido disfrutar.

Hace tres años que no le piso al bailar. Hace tres años que no bailamos juntos. Hace tres años que no viene a casa y apagamos la luz. Hace tres años que no nos desternillamos de risa hasta terminar rodando por el suelo…

Todos los días duele su ausencia, todos los días hay una parte de él en mí, pero el tiempo sin él va aumentando inexorablemente. En días como hoy, cuando la cifra de su ausencia es un número redondo, me doy cuenta de que seguiré toda mi vida esperando verle aparecer por la puerta… y no aparecerá.

Nadie debería morirse a los 18 años. Él quería hacer tantas cosas… Los dos habíamos hecho tantos planes juntos… Teníamos una complicidad mayúscula. Una confianza única. Compartíamos música, libros, películas, sueños… Compartíamos vida.

Murió en un accidente de tráfico. Han pasado tres años y sigo evitando pensar en él; su recuerdo duele. Pero a la vez temo perderle, olvidarle. Temo olvidar sus ojos burlones, su sonrisa pícara, su seguridad en sí mismo, sus burlas…

Me siento culpable por querer borrar de mi memoria que él ha muerto. Culpable por poder vivir y sin embargo no disfrutar tanto ni tan intensamente como sé que él habría hecho. Él no hubiese desperdiciado ni un solo segundo. Por eso, con sumo gusto le regalaría mis últimos mil noventa y seis días: tres millones novecientos cuarenta y cinco mil seiscientos segundos de aliento. Y no es que no me guste mi vida, sino el hecho de que él ya no pueda estar en ella. Es tremendamente injusto que le arrebataran la vida. Es injusto.

Mi amiga Ana perdió recientemente a su mejor amigo en un accidente de tráfico. Cuando me enteré sentí que me ahogaba. No lo podía creer. Otra vez no, por dios. No le desearía ese sufrimiento a nadie… y ahora Ana tiene que vivirlo en primera persona. El otro día me preguntó si el dolor iba a ser tan agudo durante toda la vida... y no supe qué responder. Puede que los momentos de dolor terminen espaciándose, pero cuando vuelven son tan intensos, tan agudos (o incluso más, porque ahora se conocen las consecuencias de esa muerte) como el primer día, con la diferencia de cada vez hay más distancia entre nuestros muertos y nosotros. Puede que llegue un momento en el que la pena se atenúe un poco y uno se acostumbre a los varapalos de la vida. Quizás sea necesario más tiempo para que curen las heridas. Pero veo a la madre de mi vecina, Elena, quien hace más de cuatro años, llegando a casa (volvía de un Erasmus) murió en una colisión de coches… Veo a la madre de Elena, que técnicamente ha dejado de ser madre, y creo que el dolor no desaparece nunca. Cuando coincidimos en el ascensor me mira con sufrimiento, viendo en mí la juventud, la energía… de la hija que perdió.

Casi todo el mundo, al fallecer, deja vacíos en el alma de los demás, pero los jóvenes y adolescentes que mueren cuando están empezando a vivir, a sentir… dejan unos vacíos inmensos, dejan agujeros negros tras ellos. La principal causa de fallecimiento de estos jóvenes suele ser un accidente:

- “Ha tenido un accidente de tráfico. Ha muerto” (dijeron de Ángel, de mi vecina, del mejor amigo de Ana…)

- “Ha sufrido un accidente cerebrovascular” (dijeron de Irene)

- “Ha sido un accidente…. no quería hacerlo” (dijeron de Mónica)

Yo pensaba que un accidente era eso que pasa cuando estás picando cebolla y sin darte cuenta te haces un corte en el dedo, o cuando, andando por la calle, resbalas y te tuerces el tobillo. Pero hasta que lo viví no supe que accidente también es sinónimo de muerte. Morirse es una putada, no debería llamarse accidente.

Pero la muerte también está en las calles, en los pasos de peatones, en las autovías… y cuando la muerte te pilla en esos sitios, es siempre de improvisto, de espalda o de refilón. Sin darte tiempo a pensar, a dedicar las últimas palabras amables ni a mirar los ojos amados una última vez. En un segundo estas aquí y al siguiente no estás, has desaparecido. Y los que se quedan vivos en la tierra, tardan en entender. Tardan toda una vida en entender por qué no se iluminó el intermitente, por qué no se vio pasar al peatón, por qué el conductor aceleró bruscamente, o simplemente… por qué estaba allí, en ese coche, en ese segundo y en ese momento. ¿Por qué no llegó cinco minutos tarde? ¿Por qué no paró el conductor a repostar en la gasolinera de unos metros antes…?

La OMS estima que los traumatismos causados por el tránsito provocan la muerte de unos 700 jóvenes cada día. De hecho, los accidentes de tráfico son la primera causa de muerte entre los jóvenes de entre 15 y 29 años en España. Pero, como dice Almudena Grandes “Nadie hace demasiadas preguntas sobre los coches que se estrellan, como si las personas que los usan a diario asumieran alegremente que el destino de cualquier coche es estrellarse antes o después”. Escuchamos los números en el telediario “este fin de semana han fallecido nueve (siete/ tres/ doce…) personas en las carreteras españolas” y sacudimos la cabeza, horrorizados pero resignados. Yo ahora oigo nueve muertos y me imagino el dolor de la familia de Ángel, de sus amigos, mi dolor… multiplicado por nueve. Nueve muertos. Pensarlo me deja sin aliento. Cada vez tengo más pánico a los coches y dudo que algún día pueda sacarme el carnet de conducir porque me tiemblan las piernas si pienso en accidentes de tráfico y tengo que taparme los oídos cuando en las noticias dicen el número de fallecidos en carretera.

Iba a hablar de Ángel, pero me he dado cuenta de que he terminado escribiendo un texto de accidentes mortales, un texto sobre todos aquellos jóvenes que conocí y que no debieron morir. El mundo es peor sin ellos; más hostil, más frío…. Con sus muertes hay un motivo de tristeza eterno. Un motivo para ser un poquito menos felices, para entristecer en las alegrías siempre un poco, para recordar que la muerte puede llegar bruscamente, sin avisar… Un motivo para no olvidar que a veces se tarda menos en morir que en nacer.

29 de noviembre de 2009

La muerte


Se despierta completamente. Ha estado dando cabezadas durante los últimos 20 minutos. Tiene el cuello dolorido ¡Qué incómodo es dormirse en un coche!
Levanta la cabeza lentamente y mira el reloj de enfrente. Las ocho. Todavía queda una hora para llegar a casa. No es mucho. Aguantará. Si resistió al día de ayer, una hora de reflexiones no podrá con ella.

Ayer, sábado, dedicó el día a visitar a sus muertos, a ponerles flores en las tumbas y pensar en ellos.
Once. En los últimos 6 años once personas cercanas han perdido la vida. De algunas no es capaz de recordar su rostro. Como aquel abuelo al que no echa de menos porque nunca conoció. O como ese primo que murió hace años y del que le es imposible atisbar una imagen. Sin embargo, otros los recuerda con claridad. La sonrisa de Carlos. El silencio de Juán. La tristeza del hermano de Ángel... Y las uñas rosas de Rosario, la última, la que tiraba caramelos por el balcón.

¿Pero hasta qué punto estos fallecimientos están presentes en su vida? No piensa a menudo en ellos ni lamenta su pérdida por los rincones. Es posible que esto sea debido a la deshumanización que está sufriendo. Son tantas muertes, con historias tan trágicas y en tan poco tiempo... que no da tiempo a llorarlas y acostumbrarse a la ausencia del que se ha ido. Son tantas... que últimamente, al recibir la noticia de una muerte más, se limita a mover la cabeza hacia los lados y resignarse.

Cada muerto se convierte en un alfiler más que se clava en el corazón. Pero el corazón está tan hecho a las heridas últimamente que apenas nota otro pinchazo.
Solo tiene hueco en el alma para sentir pena. Esa pena que siente cuando sus hermanos y primos pequeños pasan el día entero visitando cementerios y jugando al escondite entre sus tumbas o cuando ven un entierro y van corriendo al lado del ataúd para ver si conocen al fallecido. Como cuando se muere el vecino de enfrente y los niños apuestan a ver quién es el que se acerca más al cadáver.

Ella se encuentra en un término medio. Entre el dolor de los adultos y la indiferencia de los niños. No puede decantarse por ninguno de los dos bandos.
YA.
 BASTA.
Se resiste a seguir con este monólogo interior. Mira por la ventanilla. ¿Cuánto quedará para llegar? 80 Km. La da tiempo a echarse otra siestecita. A dormir.
¡Pobre ilusa!
No sabe que dentro de dos semanas regresará a su mente esta conversación que acaba de tener consigo misma. Ella, que piensa que ha escondido ese momento en las ruinas del tiempo, tendrá que desenterrarlo, porque para entonces habrá leído los resultados de los análisis de sangre que se hará.
Dentro de dos semanas no podrá dejar de pensar en el vació que dejan los muertos al marcharse y que los vivos se esfuerzan tanto en ocultar (y no en superar).
No la gustará dejar ese vacío en los adultos ni tampoco la agradará la idea de convertirse en un número/alfiler más en sus amigos adolescentes. Ahora, que no la apetece nada que los niños se escondan detrás de su lápida
¡Ah no! Que a ella la incinerarán. Esparcirán sus cenizas en un pueblo de la costa española, si puede ser a un acantilado, mejor que mejor.

Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario. La muerte en compañía no es la muerte, ni siquiera para los incrédulos, porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.

2 de octubre de 2009

Rendirse es lo último


Es lógico que las situaciones personales y los acontecimientos que vivimos hagan que enfoquemos nuestra atención en situaciones en las que de otro modo no nos hubiésemos fijado tanto.

Hace unos días murió Carlos, un niño de 4 años, un niño aparentemente sano y fuerte... Aparentemente, porque tenía cáncer. Se lo detectaron en el 2007 pero tuvo una época en la que lo llevaba "bastante bien". Salía a la calle y jugaba con niños de su edad. Todos pensaban que saldría de esta pero de repente le bajaron las defensas y no pudo volver a hacer vida normal. La mayor parte del tiempo lo pasó ingresado en el hospital y el restante encerrado en casa por miedo a que cogiese algún virus. Creo que os podéis imaginar lo duro que tiene que ser para un niño de esa edad y sus padres esta situación.
La madre de Carlos está ahora llena de dolor y rabia, no comprende por qué su inocente hijo tuvo que sufrir durante la mitad de su vida, pero no le queda más remedio que seguir luchando, si ya no por Carlos, por ella misma y el resto de sus seres queridos. Es duro, pero rendirse y abandonarse no es solución.

Alguien me dijo una vez que si realmente crees en lo que quieres lograr, puedes conseguirlo.
Por eso está destrozada mujer tiene que creer que se repondrá (lo cual es lo más difícil). Una vez lo consiga (porque estoy segura de que lo hará) tendrá la mitad del trabajo hecho.

Por desgracia estos sucesos (muertes prematuras) están a la orden del día y es una lástima que sea así. Todavía queda un largo camino por recorrer en la lucha contra las enfermedades, pero sin duda alguna, hechos como el descubrimiento de una posible vacuna contra el virus del SIDA son un buen ejemplo de la lucha constante que la humanidad mantiene contra estas enfermedades.