29 de noviembre de 2009

La muerte


Se despierta completamente. Ha estado dando cabezadas durante los últimos 20 minutos. Tiene el cuello dolorido ¡Qué incómodo es dormirse en un coche!
Levanta la cabeza lentamente y mira el reloj de enfrente. Las ocho. Todavía queda una hora para llegar a casa. No es mucho. Aguantará. Si resistió al día de ayer, una hora de reflexiones no podrá con ella.

Ayer, sábado, dedicó el día a visitar a sus muertos, a ponerles flores en las tumbas y pensar en ellos.
Once. En los últimos 6 años once personas cercanas han perdido la vida. De algunas no es capaz de recordar su rostro. Como aquel abuelo al que no echa de menos porque nunca conoció. O como ese primo que murió hace años y del que le es imposible atisbar una imagen. Sin embargo, otros los recuerda con claridad. La sonrisa de Carlos. El silencio de Juán. La tristeza del hermano de Ángel... Y las uñas rosas de Rosario, la última, la que tiraba caramelos por el balcón.

¿Pero hasta qué punto estos fallecimientos están presentes en su vida? No piensa a menudo en ellos ni lamenta su pérdida por los rincones. Es posible que esto sea debido a la deshumanización que está sufriendo. Son tantas muertes, con historias tan trágicas y en tan poco tiempo... que no da tiempo a llorarlas y acostumbrarse a la ausencia del que se ha ido. Son tantas... que últimamente, al recibir la noticia de una muerte más, se limita a mover la cabeza hacia los lados y resignarse.

Cada muerto se convierte en un alfiler más que se clava en el corazón. Pero el corazón está tan hecho a las heridas últimamente que apenas nota otro pinchazo.
Solo tiene hueco en el alma para sentir pena. Esa pena que siente cuando sus hermanos y primos pequeños pasan el día entero visitando cementerios y jugando al escondite entre sus tumbas o cuando ven un entierro y van corriendo al lado del ataúd para ver si conocen al fallecido. Como cuando se muere el vecino de enfrente y los niños apuestan a ver quién es el que se acerca más al cadáver.

Ella se encuentra en un término medio. Entre el dolor de los adultos y la indiferencia de los niños. No puede decantarse por ninguno de los dos bandos.
YA.
 BASTA.
Se resiste a seguir con este monólogo interior. Mira por la ventanilla. ¿Cuánto quedará para llegar? 80 Km. La da tiempo a echarse otra siestecita. A dormir.
¡Pobre ilusa!
No sabe que dentro de dos semanas regresará a su mente esta conversación que acaba de tener consigo misma. Ella, que piensa que ha escondido ese momento en las ruinas del tiempo, tendrá que desenterrarlo, porque para entonces habrá leído los resultados de los análisis de sangre que se hará.
Dentro de dos semanas no podrá dejar de pensar en el vació que dejan los muertos al marcharse y que los vivos se esfuerzan tanto en ocultar (y no en superar).
No la gustará dejar ese vacío en los adultos ni tampoco la agradará la idea de convertirse en un número/alfiler más en sus amigos adolescentes. Ahora, que no la apetece nada que los niños se escondan detrás de su lápida
¡Ah no! Que a ella la incinerarán. Esparcirán sus cenizas en un pueblo de la costa española, si puede ser a un acantilado, mejor que mejor.

Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario. La muerte en compañía no es la muerte, ni siquiera para los incrédulos, porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.

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