10 de febrero de 2013

Accidentes mortales


Hoy vuelvo a escribiros sobre Ángel. Lo sé, soy una pesada. Es la persona a la que más he escrito por aquí. Es el hombre (a excepción de mi padre) que más me ha querido, creo. Al menos el que más me ha valorado y ayudado. Nos conocimos en un tiempo decisivo de nuestras vidas. En pleno auge de adolescencia.

Y hoy ha llegado el día. El día en el que la frontera del tiempo que nos separa llega a los tres años. Tres años sin Ángel. Lo repito una y otra, y otra vez. Han pasado tres años en los que le he echado muchísimo de menos, pero también tres años de vida que él no ha podido disfrutar.

Hace tres años que no le piso al bailar. Hace tres años que no bailamos juntos. Hace tres años que no viene a casa y apagamos la luz. Hace tres años que no nos desternillamos de risa hasta terminar rodando por el suelo…

Todos los días duele su ausencia, todos los días hay una parte de él en mí, pero el tiempo sin él va aumentando inexorablemente. En días como hoy, cuando la cifra de su ausencia es un número redondo, me doy cuenta de que seguiré toda mi vida esperando verle aparecer por la puerta… y no aparecerá.

Nadie debería morirse a los 18 años. Él quería hacer tantas cosas… Los dos habíamos hecho tantos planes juntos… Teníamos una complicidad mayúscula. Una confianza única. Compartíamos música, libros, películas, sueños… Compartíamos vida.

Murió en un accidente de tráfico. Han pasado tres años y sigo evitando pensar en él; su recuerdo duele. Pero a la vez temo perderle, olvidarle. Temo olvidar sus ojos burlones, su sonrisa pícara, su seguridad en sí mismo, sus burlas…

Me siento culpable por querer borrar de mi memoria que él ha muerto. Culpable por poder vivir y sin embargo no disfrutar tanto ni tan intensamente como sé que él habría hecho. Él no hubiese desperdiciado ni un solo segundo. Por eso, con sumo gusto le regalaría mis últimos mil noventa y seis días: tres millones novecientos cuarenta y cinco mil seiscientos segundos de aliento. Y no es que no me guste mi vida, sino el hecho de que él ya no pueda estar en ella. Es tremendamente injusto que le arrebataran la vida. Es injusto.

Mi amiga Ana perdió recientemente a su mejor amigo en un accidente de tráfico. Cuando me enteré sentí que me ahogaba. No lo podía creer. Otra vez no, por dios. No le desearía ese sufrimiento a nadie… y ahora Ana tiene que vivirlo en primera persona. El otro día me preguntó si el dolor iba a ser tan agudo durante toda la vida... y no supe qué responder. Puede que los momentos de dolor terminen espaciándose, pero cuando vuelven son tan intensos, tan agudos (o incluso más, porque ahora se conocen las consecuencias de esa muerte) como el primer día, con la diferencia de cada vez hay más distancia entre nuestros muertos y nosotros. Puede que llegue un momento en el que la pena se atenúe un poco y uno se acostumbre a los varapalos de la vida. Quizás sea necesario más tiempo para que curen las heridas. Pero veo a la madre de mi vecina, Elena, quien hace más de cuatro años, llegando a casa (volvía de un Erasmus) murió en una colisión de coches… Veo a la madre de Elena, que técnicamente ha dejado de ser madre, y creo que el dolor no desaparece nunca. Cuando coincidimos en el ascensor me mira con sufrimiento, viendo en mí la juventud, la energía… de la hija que perdió.

Casi todo el mundo, al fallecer, deja vacíos en el alma de los demás, pero los jóvenes y adolescentes que mueren cuando están empezando a vivir, a sentir… dejan unos vacíos inmensos, dejan agujeros negros tras ellos. La principal causa de fallecimiento de estos jóvenes suele ser un accidente:

- “Ha tenido un accidente de tráfico. Ha muerto” (dijeron de Ángel, de mi vecina, del mejor amigo de Ana…)

- “Ha sufrido un accidente cerebrovascular” (dijeron de Irene)

- “Ha sido un accidente…. no quería hacerlo” (dijeron de Mónica)

Yo pensaba que un accidente era eso que pasa cuando estás picando cebolla y sin darte cuenta te haces un corte en el dedo, o cuando, andando por la calle, resbalas y te tuerces el tobillo. Pero hasta que lo viví no supe que accidente también es sinónimo de muerte. Morirse es una putada, no debería llamarse accidente.

Pero la muerte también está en las calles, en los pasos de peatones, en las autovías… y cuando la muerte te pilla en esos sitios, es siempre de improvisto, de espalda o de refilón. Sin darte tiempo a pensar, a dedicar las últimas palabras amables ni a mirar los ojos amados una última vez. En un segundo estas aquí y al siguiente no estás, has desaparecido. Y los que se quedan vivos en la tierra, tardan en entender. Tardan toda una vida en entender por qué no se iluminó el intermitente, por qué no se vio pasar al peatón, por qué el conductor aceleró bruscamente, o simplemente… por qué estaba allí, en ese coche, en ese segundo y en ese momento. ¿Por qué no llegó cinco minutos tarde? ¿Por qué no paró el conductor a repostar en la gasolinera de unos metros antes…?

La OMS estima que los traumatismos causados por el tránsito provocan la muerte de unos 700 jóvenes cada día. De hecho, los accidentes de tráfico son la primera causa de muerte entre los jóvenes de entre 15 y 29 años en España. Pero, como dice Almudena Grandes “Nadie hace demasiadas preguntas sobre los coches que se estrellan, como si las personas que los usan a diario asumieran alegremente que el destino de cualquier coche es estrellarse antes o después”. Escuchamos los números en el telediario “este fin de semana han fallecido nueve (siete/ tres/ doce…) personas en las carreteras españolas” y sacudimos la cabeza, horrorizados pero resignados. Yo ahora oigo nueve muertos y me imagino el dolor de la familia de Ángel, de sus amigos, mi dolor… multiplicado por nueve. Nueve muertos. Pensarlo me deja sin aliento. Cada vez tengo más pánico a los coches y dudo que algún día pueda sacarme el carnet de conducir porque me tiemblan las piernas si pienso en accidentes de tráfico y tengo que taparme los oídos cuando en las noticias dicen el número de fallecidos en carretera.

Iba a hablar de Ángel, pero me he dado cuenta de que he terminado escribiendo un texto de accidentes mortales, un texto sobre todos aquellos jóvenes que conocí y que no debieron morir. El mundo es peor sin ellos; más hostil, más frío…. Con sus muertes hay un motivo de tristeza eterno. Un motivo para ser un poquito menos felices, para entristecer en las alegrías siempre un poco, para recordar que la muerte puede llegar bruscamente, sin avisar… Un motivo para no olvidar que a veces se tarda menos en morir que en nacer.

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