6 de febrero de 2014

Compartir la crónica de nuestra felicidad

Dejamos por escrito las tristezas, pero en cambio enterramos las palabras más bonitas y la crónica de nuestra felicidad.
Usamos la escritura como terapia, catarsis, reflexión, evasión… como salvación. A menudo, cuando las pequeñas tragedias cotidianas nos acechan, los grandes dramas nos alcanzan, o el inexplicable desánimo nos inunda, recurrimos al lápiz y el papel, a las notas de texto del móvil, o al teclado de un ordenador intentando encontrar palabras que desahoguen y profundicen en nuestras aparentemente impenetrables vidas, palabras que encuentren un sentido a la tristeza.
Basta con echar un vistazo a la literatura universal para descubrir una cantidad ingente de novelas, ensayos, poemarios… llenos de páginas y páginas de pasajes melancólicos, trágicos, dramáticos, violentos, dolorosos, desesperanzadores, duros, depresivos… mortales. (Sublimes la mayoría de ellos.)
En tristezas está ya todo escrito, es difícil innovar.
Pero sobre la felicidad, el éxtasis emocional, el llanto de alegría… faltan páginas y, lo más importante, descubrimientos, análisis, disertaciones. Puede ser debido a que se trata de un término y una vivencia más ambigua, menos clara.
Seguramente Tolstoi tenía razón y la felicidad se vive de manera similar en todos los casos, mientras que las desgracias nunca se sienten de la misma manera, pues están llenas de matices.
Probablemente también existan diversos paradigmas de felicidad, en función de unas características u otras, pero por el momento no somos capaces de clasificar la felicidad en diferentes tipos; la idealizamos de tal manera que terminamos por considerarla un todo, un nivel elevado en el que el acceso es restringido y no hay puntos intermedios, en el que la gente ríe, calla y disfruta.
Al final todo se reduce a lo siguiente: es más fácil vivir la felicidad que contarla; no sucede lo mismo con la tristeza.
Sin embargo, la felicidad también merece ser relatada y los momentos bellos ser registrados en el tiempo. Nos centramos tanto en vivirlos que a veces olvidamos que escribiéndolos se hacen más nuestros.
Es por ello que en esta efímera madrugada siento la necesidad de dejar constancia de que he vivido intensos instantes que me han dejado sin aliento, la necesidad de narrar que he conocido la felicidad rodeada de personas que merecen la pena, que el amor, la amistad y la salud me han proporcionado una alegría sostenida, y que los pequeños placeres me han elevado a lo más alto: una boca que acaricia una espalda, una sonrisa desconocida que dura más tiempo del que se considera apropiado, un día soleado tras muchos días nubosos, el revoloteo de una melena sometida al implacable viento, una canción que cobija recuerdos, un susurro al oído, una mano anónima que ofrece su ayuda desinteresada, una ráfaga de aire frio que golpea una cara y despeja una mente, una mirada brillante de ilusión, un momento familiar, una lectura favorita acompañada de un vaso de leche caliente entre las manos, un momento de complicidad con un ser querido (o incluso desconocido), un tranquilo rincón en el que descansar, una partitura con tu instrumento musical, un baile en compañía, una independencia en soledad…
Por qué ocultar la existencia de esas veces en las que la emoción no te cabe en el pecho y te sientes tan feliz que no te importaría evaporarte, convertirte en átomo que se quede colgado de ese instante; las veces en las que la felicidad hace palpitar al corazón el doble de rápido, en las que pierdes la cabeza a causa del éxtasis momentáneo, en las que te deslumbra la felicidad que desprenden tus impulsos, en las que suceden cosas buenas inesperadamente (como casi todo lo bueno, que llega sin avisar).
Las palabras evitan que desaparezca el día en el que te ves creyendo en ti misma y quieres comerte el mundo, el día en el que has roto con los lastres y miedos y te sientes tan autónoma y libre que te crecen alas con las que echar a volar, el día en que cumples un sueño largamente esperado o superas algún obstáculo, el día en que descubres que, efectivamente, el precio que has pagado merece la pena con creces.
Imposible negar las ráfagas de repentina pasión por la vida, las euforias compartidas, los ataques de risa, la emoción al ver a niños pletóricos que echan a correr, la sensación de un trabajo bien hecho, la autorrealización, los escalofríos de placer… el grito de emoción bajo la lluvia que exclama: ¡soy feliz!
No, no tiene sentido callar lo más hermoso; deberíamos compartirlo.

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