15 de diciembre de 2009

Las puertas blancas

Cuando desperté lo primero que vislumbré fueron las luces de neón del techo. A continuación se me emborronó la vista y empecé a ver sombras borrosas de color blanco... blanco y más blanco. Todo a mi alrededor era de ese color. Y por más que intenté enfocar la vista no lo logré. Creo que fue en ese instante cuando me preocupé realmente. Se me llenó el corazón de angustia y me empezó a entrar pánico. Tenía unas ganas terribles de gritar. Pero entonces me acordé de que hacía tan solo unas pocas semanas me había prometido a mí misma controlar la ansiedad y el temor. Y ¿Sabéis lo que hice? Me conté a mí misma una historia, la de una aventura que le ocurrió a una amiga de la familia y que siempre que escucho no puedo parar de reír:
Carla había ido a una entrevista de trabajo. El edificio estaba repleto de despachos y salas de reuniones, todos ellos con puertas grandes y de color blanco, lo que producía la sensación de encontrarse siempre en el mismo lugar por mucho que  se andase. Cuando Carla llegó a la sala que tenía asignada (no sin perderse antes un par de veces), se presentó a la entrevista. Una vez terminada ésta, el directivo con el que había estado hablando se marchó por una de las diversas puertas que había en la habitación, y cuando Carla fue a salir, no sabía por qué puerta tenía que hacerlo. De repente, escuchó unos pasos que se acercaban hacia ella y, pensando en lo estúpida que parecería si el entrevistador la veía todavía allí, abrió la primera puerta blanca que encontró y cerró tras de sí. ¡Menuda sorpresa se llevó al descubrir que se había metido en un ropero! Desde allí Carla escuchó cómo entraban dos personas en la sala donde había estado antes y comenzaban una entrevista. Carla, muerta de vergüenza, decidió esperar a que la entrevista finalizase para salir del armario. La ley de Murphy. Después llegó otra aspirante al puesto y comenzó otra entrevista... Carla, al ver que llevaba 45 min en el ropero y que no tenía la cosa pinta de finalizar pronto, abrió la puerta y, roja como un tomate, salió del armario diciendo. -Perdón, ya me iba.
Os lo imaginaréis. Nunca consiguió el trabajo.
Pues bien. Sola en la habitación de hospital, murmuré esta historia para mí. Logré mi propósito. Reírme. En inglés americano hay un verbo que da nombre a esta risilla tonta, esa que no se puede parar aunque no se sepa el motivo: to snigger. Y claro, tanto snigger aceleró las pulsaciones de mi corazón y la maquinita a la que estaba conectada mi cuerpo empezó a pitar a una velocidad alarmante. Llegó una enfermera y me dijo:
-¡Pero niña! ¿Acaso tienes algún motivo para reírte de esa forma? ¿Qué te hace tanta gracia?
Y justo en ese momento dejó de hacerme gracia todo. Me callé y la enfermera me miró con un deje de lástima en los ojos. Esta vez con voz más dulce me dijo:
-Venga, que ya acabamos. Ahora te vas a casa y descansas. El lunes estarás mejor.
Escuché estas palabras con rabia. Con verdadera rabia me hubiese gustado levantarme de la camilla, abrir la puerta y salir corriendo. Lo hubiese hecho de no ser por los tubos que me rodeaban, y porque el camisón no era precisamente la mejor ropa para salir a la calle. Nunca antes había deseado con tanta fuerza salir de un lugar, alcanzar alguna de las puertas blancas de la habitación. Yo, como Carla, buscaba la salida de aquél lugar La diferencia era que ella había podido elegir puerta aunque se equivocase. Yo no tenia esa opción. Permanecía atada. Sin derecho a intentarlo. Encerrada allí, me sentí chiquitita, muy chiquitita. Se fue la rabia tan repentinamente como había llegado y aparecieron las ganas de desaparecer. Es más, recuerdo que metí la cabeza debajo de la sábana para ver si lograba desaparecerme.
No me gusta que la gente sienta lástima por mí ni que me compadezca. No me gusta que sentirme sola. Y ante todo, no me gusta ignorar qué le pasa a mi cuerpo y a mi mente. Odio que me oculten la verdad.
Debajo de la sábana escuché cómo mi maltrecha alma se volvía a rasgar. Y allí mismo, la remendé. Cuando salí del hospital llevaba una sonrisa en la cara. Una sonrisa pequeña pero sincera.
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"La vida pasa volando, especialmente la parte que vale la pena vivir"

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