14 de abril de 2010

La promesa

Desde el principio le dejó las cosas bien claras a Lucía. Él no era un hombre de promesas, de ataduras ni de sólidos lazos. Él era un alma libre. Iba a dónde quería y hacía lo que deseaba. Sus únicas obligaciones eran las que él mismo se imponía: Buscando siempre su bienestar, viviendo el momento, soñando. Sin pensar en el pasado ni en el futuro. Lo importante era el aquí y el ahora.
Y así se lo dijo a ella:
-No soy hombre de promesas. No esperes ninguna por mi parte. Yo no me obligo a estas cosas. A mí, o me salen del alma, o no me salen. Mi lema es que si amas a alguien, déjalo libre, si regresa es tuyo, si no, nunca lo fue. Necesito que me dejes volar. Como esa canción que tanto te gusta; "déjame volar aunque tropiece con el cielo".
Yo te aviso, para que luego no te lleves decepciones.
Y a pesar de ello, Lucía le recibió con los brazos abiertos, se entregó por completo a Rodrigo y puso cuerpo y alma en la relación. En el fondo ella pensaba que si se ama de verdad a alguien, hay que agarrarlo con mucha fuerza para que no se escape. Lucía había escuchado las palabras de Rodrigo pero las había arrinconado en su mente; así resultaba más fácil.
Y Rodrigo, Rodrigo... disfrutó de una época preciosa junto a su amada. Tan cegado estaba por el amor y tantas ganas tenía de pasar el resto de la vida con Lucía, que la hizo una promesa. Su primera promesa, pues ni siquiera de niño había empleado esa palabra. Rodrigo prometió a Lucía una poesía. Una poesía muy especial, pues debía estar escrita con el alma; debía ser tan grandiosa que sería imposible que se quedase en el olvido. Sería pura magia, una forma de volcar lo que había en el fondo de él. Rodrigo puso todas su expectativas en unos versos, pues quería que Lucía, cuando los leyese, sintiese ese duende escondido. Así, la poesía se quedó en un ambicioso proyecto.
Lucía, emocionada, pensó que los impulsos de libertad y soledad de él, se habían disuelto. Lucía era una mujer feliz. Sus sueños estaban acaparados por él. Él. Sólo él. Nada más. Soñaba que le tenía, que la quería. Y despertaba, y ahí estaba él, abrazándola. Y entonces ya no quería dormirse, pues la realidad superaba con creces a los sueños.
Rodrigo empezó a darse cuenta de los anhelos de Lucía: una vida en común, un proyecto en futuro. De repente la vida cogía carrerilla y no estaba muy seguro de encontrarse en el camino acertado. De la noche a la mañana volvieron las ansias de soledad. Cualquier escusa era válida para interponer metros cúbicos de aire entre ella y él. El agua, el viento, la arena... todo, todo menos el amor, cobraba una relevancia que antes no había tenido. Y Rodrigo comenzó a buscar motivos para querer a Lucía: y todo se acabó. En el mismo momento en que tuvo que preguntarse por qué quería él a esa mujer, descubrió que ya no sentía la llamada de su piel, ni el amor, ni la complicidad, ni la amistad...
Y todo terminó. Y Lucía murió por dentro. Y renació de sus cenizas cual ave fénix; pues nadie muere por amor.
Y cuando parecía que ella le había olvidado, recibió una carta cuyo único contenido era una poesía. No hace falta decir quién era el remitente.
Rodrigo lo había conseguido, Lucía había sentido un duende al leer la poesía. Pero ese duende no era algo triste ni melancólico. Era más bien una renovación. La prueba de que podía pasar página.
A pesar de ello no dejó que el viento se llevase las palabras de la única promesa que él la hizo.

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