15 de marzo de 2010

El talismán de las palabras

La primera vez que Cecilia se fue de casa nadie le dio mucha importancia. Una mujer que necesita unos días para descansar de su trabajo y de sus obligaciones como madre no llama la atención. O al menos no la llamó en nuestra familia, pues en cierto modo lo agradecimos ya que fue un alivio dejar de escuchar sus constantes gritos. La segunda vez que Cecilia abandonó su hogar, tampoco cundió la alarma en éste. Todos sabíamos que en dos días regresaría. Y así, poco a poco, nos fuimos acostumbrando a sus cada vez más frecuentes escapadas a casa de una hermana o de una amiga. Escapadas que tenían un solo motivo: nosotros. Esposo e hijos. Nosotros y ella, que no sabíamos conectar.
Probablemente nunca la hayamos ayudado mucho. Y ella, que es una mujer proclive al tremendismo y a la exaltación, cayó en una depresión de la que tardó unos meses en salir. Cuando el médico nos advirtió, empezamos a tratarla con cautela. Como si fuese una muñequita de porcelana. Hablábamos con ella en susurros, obedecíamos sus órdenes sin cuestionarlas. Teníamos temor a romperla y, sin embargo, no pudimos mantenerla entre algodones para siempre, pues llegó el momento en el que se recuperó y volvieron los gritos, las peleas y... y las palabras hirientes. Ambas partes nos pusimos la zancadilla. Era una lucha interna por el poder. El control de la situación familiar se había convertido en una guerra, y a ésta se había sumado la pelea que Cecilia mantenía contra sí misma y contra el mundo.
La situación era tan insoportable que esta vez fue el marido quien huyó del hogar. Entonces fue cuando me alarmé. Mi padre, siempre tan metódico, tan amable, tan tranquilo... había sido herido de muerte por mi madre y se marchaba para que sus hijos no presenciásemos la derrota.
Casi podía atisbar el final. Un final no me desagradaba en absoluto. Pero ninguno de los dos fue capaz de dar el paso y el terminó volviendo. La excusa oficial fue la enfermedad de la hija pero... padre e hija sabemos que detrás de este pretexto había algo más. La cuestión es que debido a la hija o a la soledad, el volvió. Y ella se marchó. Ayer mismo. Se llevó el último libro que la presté: "La doctora Cole". Y sé por qué lo hizo. Sé que es su forma de manifestar que, vaya donde vaya, tiene una de mis posesiones más preciadas. Que se lleva un pedacito de mí. Es su manera de decir que no se queda, pero que tampoco termina de marcharse. Que se encuentra en una huida constante.
Si de joven alguna vez la hubiesen dicho que la vida no es como uno la imagina, que la perfección no existe y que en ocasiones hay que ceder. Si la hubieran dicho explicado la importancia de la comunicación oral con los demás. Si hubiesen dirigido su mirada hacia las palabras... quizás nada de esto hubiese sucedido. Quizás ella habría aprendido a vivir con lo que ella misma había elegido. Quizás, y solo quizás, Cecilia habría conocido la felicidad.
No. No quiero convertirme en una persona como mi madre. En una de esas que necesitan vivir por encima de los demás para demostrarse a sí mismas su valía. No quiero aliñar mis días con vinagre. Prefiero el aroma del aceite y las palabras. Siempre. Las palabras. Pero a mi pesar, cada día me parezco más a ella. Día a día voy matando mi alegría y la de los demás. Tengo miedo a hacer daño a los demás. Tengo miedo a enamorarme de un hombre tan ingenuo como mi padre, y romperle el corazón. Me atemoriza la idea de desperdiciar mi vida buscando una quimera. Pero lo que más me espanta es pensar que un día me miraré al espejo y descubriré que soy una mujer sola y triste.

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