20 de octubre de 2017

"Pero una palabra tuya bastará para sanarme..."

Siempre he creído en el poder de la palabra (imposible no hacerlo siendo una amante de la lectura) y he intentado contagiar esa fe en las palabras a quien he podido (sobre todo a mis alumnos, que, por qué no decirlo, son los que más me escuchan y los que más importancia dan a todo lo que digo).
Una sola palabra, tan sólo una, puede herir sensibilidades, subir el ánimo, despertar inseguridades, mostrar afecto… Con una frase… Imaginaos. Con una frase podemos hacer sentir único y maravilloso a alguien, y si procede desde lo más hondo, se puede crear el recuerdo más importante en la vida de una persona; se puede, incluso, hacer que un niño crea en sí mismo.
Las frases de agradecimiento son de mis favoritas. Con unas pocas palabras, en menos de dos segundos, se puede lograr que un anciano se sienta útil, que un enfermo se olvide del dolor por unas horas…
De verdad que no exagero cuando digo que las palabras salvan vidas. Es más… hasta las frases más cotidianas y cordiales tienen su importancia.
Hace ya unos años me contaron una anécdota de estas que le sucede al conocido de un conocido y ya uno no sabe qué es mito y qué realidad. Pero tampoco creo que eso sea relevante en este caso.
Pongamos que la protagonista se llama Claudia y trabaja en una empresa farmacéutica. Todas las mañanas Claudia, educada y amable, cuando entra al edificio en el que trabaja, saluda en recepción, les desea un buen día, coincide en el ascensor con el encargado de Seguridad del edificio y entabla una conversación amena con él. Claudia le pregunta por sus hijas, a veces por lo que ha hecho el fin de semana… y otras se quedan ambos callados mientras él tararea una canción, o ella mira a toda prisa el portafolios que tiene que entregar a su jefe en cuanto llegue a su puesto de trabajo. A lo largo del día se vuelven a encontrar (no siempre, pero a menudo). A veces en la cafetería, otras en el hall principal…
Por supuesto, el segurata no es la única persona con la que interacciona Claudia en su jornada laboral. De hecho, probablemente, su interacción con ese hombre sea una de las más “irrelevantes” de su día a día. Y sin embargo, todas las tardes, cuando Claudia termina su jornada laboral (es de las últimas en marcharse), se pasa a despedirse del guardia (que normalmente a esas horas hace su ronda). Le llama por su nombre y, con afecto, le desea una buena tarde y un “hasta mañana”.
En la planta en la que trabaja Claudia hay cámaras frigoríficas. Una tarde Claudia entra en una de ellas para dejar unas muestras. Se sumerge en las inmensidades de la cámara y, pensando que no hay nadie dentro, un compañero cierra la puerta desde fuera diciendo algo así como “de verdad, siempre os las dejáis abiertas, como nos pille el jefe…”.
Nadie se da cuenta de que Claudia lleva dos horas ausente de su puesto de trabajo. Todos los compañeros se van marchando, uno a uno, y ninguno se pregunta por el paradero de Claudia. Mientras tanto, ella, muerta de frío, sigue dando porrazos a la puerta y llamando a voces a alguien. Pero está demasiado lejos y la puerta es demasiado gruesa. No hay cristal. Nada que le ayude a ser vista.
A estas alturas seguro que sabéis quién se acuerda de Claudia. Quién, extrañado de haber recibido los buenos días y no las buenas tardes, de haberla visto entrar pero no salir, decide, antes de cerrar las oficinas, echar un vistazo. Y como sigue sin verla, vuelve a echar otro vistazo y peina la planta en la que trabaja Claudia. Sigue sin verla, y de repente se le ocurre… “a ver si… no, no creo, pero a ver si se va a haber quedado…”.
Efectivamente, ahí está ella, con los labios azules y a punto de la hipotermia, viendo, incrédula y llorosa, cómo Óscar le salva la vida.
Así que, indudablemente, las palabras salvan vidas. Y éste es un caso exagerado, pero lo cierto es que un “te quiero” dicho a tiempo puede evitar finales nefastos. Y qué decir de un: “Me importas”, “Perdón”, “Puedes contar conmigo”, “Sí”... Incluso una simple sonrisa en el momento indicado… puede cambiarlo todo.
Me reafirmo. Hay palabras que sanan y otras que hieren. Pero abogo por las curativas. Siempre.

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