Ha
sido esta tarde. Creo que eran las ocho, pero quizás eran las siete. En
realidad podría haber sucedido a cualquier hora de cualquier día. El
tiempo es tan relativo y, hasta cierto punto, irrelevante…
Tenía
los codos apoyados sobre el escritorio y las manos sujetando mi cabeza
mientras mi mirada se dirigía a los apuntes extendidos por toda la
habitación. Se escuchaba, de fondo, una lista de canciones reproducidas
desde el ordenador. Mi mente, agotada y abotargada tras un día de
pensamientos estériles, divagaba a sus anchas. La ventana, abierta,
permitía que entrase un viento invernal que mi cabeza acogía con sumo
gusto, aliviada por la analgesia que produce el frio.
Estaba,
pues, absorta en mis desvaríos, cuando de pronto ha sonado una canción
notablemente diferente al resto. Las anteriores eran tranquilas, tirando
a melancólicas, mientras que la melodía de esta canción desprendía
alegría y vitalidad. Mi cuerpo se ha levantado de la silla y, como si se
tratase de un reflejo natural, ha empezado a moverse al son de la
música. Primero suavemente: los hombros y brazos balanceándose, las
caderas rotando interna y externamente, los tobillos preparados para
saltar. Y a continuación, ese impulso, esa llamada de lo salvaje que
surge cuando el ritmo musical aumenta y ya no hay cielo ni infierno
capaz de contener la pasión desbordante y la honda intensidad. Se trata
de una despreocupación total y absoluta que induce a olvidarse de todo.
Una vorágine corporal en la que no existe nada más allá de ese instante.
No hay nada más importante que vivir ese momento, permitir que el
cuerpo haga de las suyas y la mente se deje llevar por el baile
desbocado.
Ha terminado la canción y me he acercado rápidamente
al ordenador para buscar otra que mantuviese el nivel de intensidad y
motivación. Una que no hiciese disminuir tal éxtasis y me permitiese
seguir con el baile libertario. Llevaba ya unos quince minutos así y mi
enajenación empezaba a ser ciertamente alarmante, cuando he mirado
distraídamente a través de la ventana y me he topado con unos ojos fijos
en mí. Desde la terraza de enfrente me observaba un chico. He sufrido
un “tierra, trágame” muy potente. Estaba recuperando la compostura y a
punto de cerrar la ventana y bajar la persiana, cuando he oído que el
chico decía algo. Me pedía que siguiese bailando, que no parase por su
culpa, porque la felicidad que desprendía era contagiosa y daban ganas
de unirse. Los que me conoceréis sabréis que me he sonrojado y casi
muero de vergüenza. Pero no era vergüenza por mis espasmódicos bailes, y
tampoco por el piropo. La culpable de mi sonrojo era esa sensación de
intromisión externa. Lo que creía secreto y ajeno a cualquier juicio
externo, había dejado de serlo.
Somos nada más y nada menos que
la forma en la que bailamos, suspiramos, actuamos... cuando no hay nadie
delante (o no somos conscientes de que lo hay). Es entonces cuando
mostramos el yo más profundo y visceral; el yo más pleno y libre.
Sería absurdo preguntarse por qué no se baila así en las discotecas o
los bares (obviando el problema de los gustos musicales, que ese es ya
otro cantar). La mayoría de la gente solemos bailar (y vivir, que al
fin y al cabo es lo mismo) conteniéndonos. Esa reticencia a mostrarse, a
exponerse, ese miedo a ser juzgado… nos tiene atemorizados. Y todos
sabemos que no, no hablo de bailar. Hablo de vivir, de sentirse eterno,
de “me va la vida” en esto que estoy haciendo.
Asumámoslo, a
menudo vivimos perseguidos por el miedo,el cual nos convierte en
prisioneros de nosotros mismos. Y sólo aquel que no tiene miedo puede
alcanzar la libertad en plenitud y por tanto ser (siempre) uno mismo en
estado puro.