31 de mayo de 2013

Adaptaciones

Hoy es mi día número 13 viviendo en el extranjero. La cosa surgió como una aventura y de momento parece que me quedaré aquí hasta finales de verano. He salido apresurada de mi hogar, mi ciudad, mi familia… mi zona de confort, y me he lanzado a vivir y trabajar en un país muy distinto al mío, conviviendo con una familia de costumbres contrapuestas.
Me gusta mucho la juventud porque en esta época somos muy moldeables y adaptables. Bastan tres días para cambiar rutinas y hacer tuyos hábitos que antes no lo eran. Durante la primera semana hubo un día en el que eché en falta a mis amigos, pero desde entonces no siento añoranza. Me estoy acostumbrando incluso a vivir sin el sol madrileño abrasador. Echo un vistazo atrás y no hay nada que quiera añadir a mi equipaje. Tengo más de lo que necesito, y me cabe en dos maletas y en un millón de sueños. Sueños que están empezando a hacerse realidad y que me llevan a comerme el mundo, maravillarme, extasiarme, conocer, aprender, crecer, ser independiente, libre, y... descubrirme plena, dichosa, en soledad
Es muy fácil marcharse cuando no hay nada que te retiene… Resulta extremadamente sencillo alejarse, separarse, desprenderse, olvidar…. Y no echar de menos. Así es, por primera vez en mi vida (y estando más lejos que nunca) no echo de menos a nada ni a nadie. ¿Egoísta? ¿Despegada? ¿Insensible?... ¿O tal vez consciente de que todo y todos somos prescindibles?

9 de mayo de 2013

El esplendor de las rosas (como tú)




Intento estudiar, de verdad que lo intento, pero levanto la vista de los apuntes y solo tengo ojos para la rosa que me regalaste en nuestra última despedida. Soy consciente de que si no llega a ser por la apuesta que hicimos, no me hubieses regalado la rosa. A ti esas cursiladas no te salen espontáneas. Detallismo cero. Lo sé, yo soy igual.
El caso es que cada vez que levanto la vista me parece ver que los pétalos de la rosa están más oscuros y sus hojas más caídas. Cada minuto que pasa, la rosa pierde parte de su dulce aroma. Nunca antes había reparado en la fugacidad del esplendor de las rosas. Dicen que si se las mima y cuida, pueden llegar a aguantar más de una semana. La mía tiene cuatro días y ya va camino de marchitarse. Me encantaría poder preservarla, que mantuviese su estado actual para siempre. Pero el paso del tiempo se hace más patente en su apariencia que en la nuestra.

Me resisto a pensar que el mismo tiempo que marchita la rosa, pueda marchitar nuestra amistad (que es la forma más sana de amarnos). Va a ser duro pasar, como mínimo, otros seis meses sin vernos. Resulta abismal el contraste entre tenerte y perderte. Es un dulce castigo haberte recuperado durante unas semanas para volver a verte desaparecer. Y sin embargo, aunque haya sido por poco tiempo, merece la pena haberte visto resplandecer. En unos días has mejorado mi vida notablemente, contagiándome tu brillo, tu ilusión… tu esplendor de rosa. Ese esplendor que se va a quedar aquí conmigo, aunque tú no estés y la rosa termine muriéndose (intentaré secarla para no perderla).
Voy a esforzarme en preservar tu característica alegría. Prometo que no permitiré que ningún océano de por medio te aparte de mí ni logre que yo deje de ser tu confidente y compañera de travesuras.
Acabo de mirar el reloj y he descubierto que son más de las cuatro de la mañana. Momento de irse a dormir. No me eches de menos, que en unos minutos nos reencontramos en mis sueños.

(Me despido susurrándote al oído… Sweetheart, everything's gonna be alright).

4 de mayo de 2013

Somos gotas

Si quisieras recuperarme lo lograrías fácilmente derramando gotas. Pueden ser gotas de llanto, pero también gotas de saliva, gotas de semen, gotas de sangre, gotas de felicidad…
Derramarías gotas y ahí estaría yo, recogiéndolas en frascos de pasión y bebiéndolas a sorbos largos y espaciados, saboreándolas como se saborea un café solo en una fría tarde de lluvia.
Bebería hasta tu amargura en forma de lágrimas (siempre y cuando las guardases para mí). Te besaría lágrima a lágrima hasta dejarte seco, y después te regaría de amor.
Si lo hicieses, si eligieses quererme, entonces habrías de superar tu miedo a las tormentas. Tendrías que aprender a no abrir el paraguas cuando llueva y, como hago yo, dejar que las gotas que caigan te empapen las mejillas, el cabello… y te limpien el corazón.

Pero si eligieses olvidarme, solo habrías de llevarme al mar. Iríamos en bote de remos hasta pleno mar abierto, y una vez allí, me lanzarías al agua, dejándome a la deriva. Te alejarías poco a poco, con precaución, atento de que mi fuerte oleaje no te hiciese naufragar.
Yo jugaría y coquetearía con las olas. Bucearía y observaría cómo se esconden peces de variopintos colores y tamaños entre algas, corales y rocas. La noche me sorprendería haciendo piruetas en el agua. Me tumbaría boca arriba, haciendo el muerto, y miraría las estrellas; contemplaría la inmensidad del firmamento desde el insignificante océano. Con los primeros rayos de sol empezaría a nadar a contracorriente, acercándome a la playa sin apenas darme cuenta. Gastaría todas mis energías en alcanzar la orilla, y una vez allí, exhausta, me tumbaría, mojada y plena, sobre la arena. Y llena de arena y sal amanecería en mi nuevo puerto conquistado.

Mientras tanto, tú seguirías navegando, incluso a pesar de tener el viento en contra (o precisamente por eso). Visitarías muchos puertos y terminarías encontrando el correcto. Llegarías a buen puerto con una sonrisa pintada en los ojos y sin el recuerdo de nuestras tormentas pasadas.
Y fluiríamos los dos en libertad, como fluye la vida, como fluyen las gotas…
Gotas que se juntan de vez en cuando, haciendo surgir manantiales, y que se separan de repente, alejándose unas de otras sin saber si volverán a encontrarse. Cada gota por su cuenta, libre, independiente y sola, sigue, a su ritmo, su camino. Y la única certeza que queda es que en algún momento (no se sabe cuándo, dónde, ni con quién) la gota volverá a estar acompañada… y surgirá otro manantial.