Si quisieras recuperarme lo lograrías fácilmente derramando gotas.
Pueden ser gotas de llanto, pero también gotas de saliva, gotas de
semen, gotas de sangre, gotas de felicidad…
Derramarías gotas y ahí estaría yo, recogiéndolas en frascos de pasión y
bebiéndolas a sorbos largos y espaciados, saboreándolas como se saborea
un café solo en una fría tarde de lluvia.
Bebería hasta tu amargura en forma de lágrimas (siempre y cuando las
guardases para mí). Te besaría lágrima a lágrima hasta dejarte seco, y
después te regaría de amor.
Si lo hicieses, si eligieses quererme, entonces habrías de superar tu
miedo a las tormentas. Tendrías que aprender a no abrir el paraguas
cuando llueva y, como hago yo, dejar que las gotas que caigan te empapen
las mejillas, el cabello… y te limpien el corazón.
Pero si eligieses olvidarme, solo habrías de llevarme al mar. Iríamos
en bote de remos hasta pleno mar abierto, y una vez allí, me lanzarías
al agua, dejándome a la deriva. Te alejarías poco a poco, con
precaución, atento de que mi fuerte oleaje no te hiciese naufragar.
Yo jugaría y coquetearía con las olas. Bucearía y observaría cómo se
esconden peces de variopintos colores y tamaños entre algas, corales y
rocas. La noche me sorprendería haciendo piruetas en el agua. Me
tumbaría boca arriba, haciendo el muerto, y miraría las estrellas;
contemplaría la inmensidad del firmamento desde el insignificante
océano. Con los primeros rayos de sol empezaría a nadar a
contracorriente, acercándome a la playa sin apenas darme cuenta.
Gastaría todas mis energías en alcanzar la orilla, y una vez allí,
exhausta, me tumbaría, mojada y plena, sobre la arena. Y llena de arena y
sal amanecería en mi nuevo puerto conquistado.
Mientras tanto, tú seguirías navegando, incluso a pesar de tener el
viento en contra (o precisamente por eso). Visitarías muchos puertos y terminarías encontrando el
correcto. Llegarías a buen puerto con una sonrisa pintada en los ojos y
sin el recuerdo de nuestras tormentas pasadas.
Y fluiríamos los dos en libertad, como fluye la vida, como fluyen las gotas…
Gotas que se juntan de vez en cuando, haciendo surgir manantiales, y que
se separan de repente, alejándose unas de otras sin saber si volverán a
encontrarse. Cada gota por su cuenta, libre, independiente y sola,
sigue, a su ritmo, su camino. Y la única certeza que queda es que en
algún momento (no se sabe cuándo, dónde, ni con quién) la gota volverá a
estar acompañada… y surgirá otro manantial.
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