24 de enero de 2013

Me falta tu arcoíris



Los que me habéis leído más y desde hace tiempo puede que recordéis que en alguna ocasión he hablado de mi abuelo. Él era maravilloso, y no lo digo porque sea su nieta. Fue bueno incluso cuando la  demencia senil y el alzhéimer le atacaron. Durante los últimos dos años perdió la cabeza completamente y, paulatinamente, dejó de saber quién era ni qué debía hacer. Al final del todo ya no se le iluminaba la mirada cuando nos veía a algún familiar o amigo; dejó de reconocernos. Finalmente llegó el cáncer de próstata y se acentuó su dependencia, relegándolo a la residencia de día y el resto del tiempo a la reclusión de un hogar que él no identificaba como propio.

Los últimos tiempos no fueron fáciles ni para él ni para mi abuela, quien sufría tremendamente con las locuras y los olvidos del abuelo. Sin embargo, él nunca dejó de quererla. Lo sé porque a la única a la que confiaba sus locas ideas seniles era a ella; porque pude comprobar, cuando dormí alguna vez en su casa, que mi abuelo, a pesar de los dolores que decían los médicos que sufría, apenas se quejó.

Hablo en pasado porque mi abuelo murió este verano. Una mañana veraniega especialmente calurosa le costó más de lo normal levantarse. Tardó 15 minutos en llegar  (con ayuda) de su cama a la cocina. Paso a paso, tropiezo tras tropiezo, logró alcanzar la mesa de desayuno e intentó coger la cuchara. El esfuerzo fue tan grande que gastó toda su energía en el intento. Mis tías me han dicho que no se quejó. Que simplemente, agotado, lograron arrastrarlo hasta el sofá y llamar a urgencias.

Tres horas más tarde estábamos toda la familia en la sala de espera del hospital. Mi abuelo ya estaba inconsciente y en urgencias solo dejaron entrar a sus hijos y esposa, así que el resto esperamos pacientemente. Como pareció estabilizarse le bajaron a Boxes y allí, los veintitantos descendientes que tiene mi abuelo, seguimos esperando. Hablamos de todo y de nada. Hicimos turnos. Y entramos a visitarle. Entrábamos de seis en seis porque no sabíamos cuánto tiempo le quedaba y queríamos despedirnos todos. Estaba lleno de tubos y vías, pero pude cogerle la mano y darle besos sin dejar de mirar  con cierta obsesión el indicador de saturación de oxígeno en la sangre. La segunda vez que entré había menos gente en la habitación y mi prima y yo, en la intimidad y la unión que proporciona la inminencia de la muerte, destapamos todos los recuerdos bonitos que teníamos con el abuelo. Le hablamos en voz alta y le dijimos todo lo que había conseguido en la vida. Le recordamos que él, junto con mi abuela, había educado, cuidado y amado a ocho hijos. Había dado vida y futuro a nada más ni menos que ocho personas, cada una de las cuales había salido adelante con más o menos acierto, pero con el mismo amor.

Pocas horas después, de madrugada, murió. Murió en silencio y sin quejarse. Murió tras luchar contra la muerte durante 14 largas horas.
Apenas recuerdo el tanatorio ni el funeral. Sí sé que había una ola de calor en toda la península, y todo lo que yo podía pensar era que el calor me ahogaba. También sé que la muerte me había pillado de paso por Burgos y ni siquiera tenía ropa para ponerme en el entierro. Mi prima me dejó un vestido negro de lunares blancos que llené de lágrimas y arrugas y un papel en el que escribí una dedicatoria post-mortem que leí en la capilla.
No recuerdo más de esos días ni quiero hacerlo, porque durante los últimos años he tenido demasiados recuerdos amargos de mi abuelo, y yo lo que quiero es desenterrar del olvido los buenos momentos. Descubro que me cuesta, que parecen muy lejanos… y solo a través de las fotografías hago memoria.

He saqueado los álbumes de fotos de mi madre, de mis tías, de mi abuela… Y he encontrado alguna pequeña maravilla que me devuelve a aquel tiempo, a aquel pueblo burgalés en el que pasé mis veranos de infancia y adolescencia.
Ahora sí, observando esa foto en la que el abuelo y yo aparecemos en la huerta, con sendos cubos de agua en la mano, delante de los tomates, puedo recordar el coraje, la constancia y el esfuerzo que dedicaba mi abuelo a todo lo que hacía. Una vez ya jubilado su gran pasión fue la huerta y allí pasamos momentos inolvidables (aunque a veces parezcan perderse entre los resquicios del tiempo).

Este verano, tras su muerte, volví al pueblo y el olor de la hierba alta, y las flores salvajes que inundaban la huerta (ya echada a perder) me devolvió a aquellos días en los que mi mayor ilusión era ayudarle a regar los tomates. El olor de los tomates también me ayuda a revivirle, pero hay un olor aún más poderoso que todos esos olores… y es el de su colonia.
Cuando conseguí mi primer trabajo le regalé una caja de colonia y jabón perfumado. No hace mucho, un día que fui a visitar a mi abuela, vi ese jabón en un estante del baño. Me lavé las manos tres veces con él y volví a los trece años. Juraría que volví a los trece años y que estaba en el pueblo, con el abuelo diciéndome que no bajase la cuesta de casa tan rápido en bici, que me iba a caer (como efectivamente hice).
Del jabón pasé a la colonia, pues su frasco todavía estaba allí. Me eché dos gotas diminutas en la muñeca izquierda, y con delicadeza acerqué la mano a mi nariz; inspiré profundamente y volví al pasado, esta vez a un pasado tan lejano que no pude acotarlo temporalmente. Yo era pequeña, muy pequeña, y llevaba un vestido y unas sandalias preciosas pero incómodas. Paseaba con los abuelos y mis padres, estábamos en algún lugar de la costa española (creo recordar), y yo correteaba entre mi padre y el abuelo. A veces cogía la mano de uno, a veces la del otro; era feliz entre aquellos dos hombres de mi vida. No sé cómo caí, pero caí. Si sé que el suelo estaba empedrado y me destrocé una de las dos rodillas. La memoria me trae a la mente imágenes del abuelo llevándome aúpa hasta una fuente y, con toda la suavidad que puede tener un anciano que ha trabajado media vida en el campo, me lavó la herida con agua. Puede que haya tergiversado ideas o recuerdos y las cosas no sucediesen así, pero de lo que sí estoy segura es de que me miró a los ojos y, a su manera, sin palabras, me dijo: “no pasa nada”, y yo le creí, me tranquilicé y supe que todo iba a ir bien.

Me falta tu arcoíris, abuelo. Aunque fueses a cumplir 90, seguías coloreando mi vida y te echo mucho de menos. Te quiero. Hasta la eternidad.

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