Los
que me habéis leído más y desde hace tiempo puede que recordéis que en alguna
ocasión he hablado de mi abuelo. Él era maravilloso, y no lo digo porque sea su
nieta. Fue bueno incluso cuando la
demencia senil y el alzhéimer le atacaron. Durante los últimos dos años
perdió la cabeza completamente y, paulatinamente, dejó de saber quién era ni
qué debía hacer. Al final del todo ya no se le iluminaba la mirada cuando nos
veía a algún familiar o amigo; dejó de reconocernos. Finalmente llegó el cáncer
de próstata y se acentuó su dependencia, relegándolo a la residencia de día y
el resto del tiempo a la reclusión de un hogar que él no identificaba como
propio.
Los
últimos tiempos no fueron fáciles ni para él ni para mi abuela, quien sufría
tremendamente con las locuras y los olvidos del abuelo. Sin embargo, él nunca
dejó de quererla. Lo sé porque a la única a la que confiaba sus locas ideas
seniles era a ella; porque pude comprobar, cuando dormí alguna vez en su casa,
que mi abuelo, a pesar de los dolores que decían los médicos que sufría, apenas
se quejó.
Hablo
en pasado porque mi abuelo murió este verano. Una mañana veraniega
especialmente calurosa le costó más de lo normal levantarse. Tardó 15 minutos
en llegar (con ayuda) de su cama a la
cocina. Paso a paso, tropiezo tras tropiezo, logró alcanzar la mesa de desayuno
e intentó coger la cuchara. El esfuerzo fue tan grande que gastó toda su
energía en el intento. Mis tías me han dicho que no se quejó. Que simplemente,
agotado, lograron arrastrarlo hasta el sofá y llamar a urgencias.
Tres
horas más tarde estábamos toda la familia en la sala de espera del hospital. Mi
abuelo ya estaba inconsciente y en urgencias solo dejaron entrar a sus hijos y
esposa, así que el resto esperamos pacientemente. Como pareció estabilizarse le
bajaron a Boxes y allí, los veintitantos descendientes que tiene mi abuelo,
seguimos esperando. Hablamos de todo y de nada. Hicimos turnos. Y entramos a
visitarle. Entrábamos de seis en seis porque no sabíamos cuánto tiempo le
quedaba y queríamos despedirnos todos. Estaba lleno de tubos y vías, pero pude cogerle
la mano y darle besos sin dejar de mirar
con cierta obsesión el indicador de saturación de oxígeno en la sangre.
La segunda vez que entré había menos gente en la habitación y mi prima y yo, en
la intimidad y la unión que proporciona la inminencia de la muerte, destapamos
todos los recuerdos bonitos que teníamos con el abuelo. Le hablamos en voz alta
y le dijimos todo lo que había conseguido en la vida. Le recordamos que él,
junto con mi abuela, había educado, cuidado y amado a ocho hijos. Había dado
vida y futuro a nada más ni menos que ocho personas, cada una de las cuales
había salido adelante con más o menos acierto, pero con el mismo amor.
Pocas
horas después, de madrugada, murió. Murió en silencio y sin quejarse. Murió
tras luchar contra la muerte durante 14 largas horas.
Apenas
recuerdo el tanatorio ni el funeral. Sí sé que había una ola de calor en toda
la península, y todo lo que yo podía pensar era que el calor me ahogaba.
También sé que la muerte me había pillado de paso por Burgos y ni siquiera
tenía ropa para ponerme en el entierro. Mi prima me dejó un vestido negro de
lunares blancos que llené de lágrimas y arrugas y un papel en el que escribí
una dedicatoria post-mortem que leí en la capilla.
No
recuerdo más de esos días ni quiero hacerlo, porque durante los últimos años he
tenido demasiados recuerdos amargos de mi abuelo, y yo lo que quiero es
desenterrar del olvido los buenos momentos. Descubro que me cuesta, que parecen
muy lejanos… y solo a través de las fotografías hago memoria.
He
saqueado los álbumes de fotos de mi madre, de mis tías, de mi abuela… Y he
encontrado alguna pequeña maravilla que me devuelve a aquel tiempo, a aquel
pueblo burgalés en el que pasé mis veranos de infancia y adolescencia.
Ahora
sí, observando esa foto en la que el abuelo y yo aparecemos en la huerta, con
sendos cubos de agua en la mano, delante de los tomates, puedo recordar el
coraje, la constancia y el esfuerzo que dedicaba mi abuelo a todo lo que hacía.
Una vez ya jubilado su gran pasión fue la huerta y allí pasamos momentos
inolvidables (aunque a veces parezcan perderse entre los resquicios del
tiempo).
Este
verano, tras su muerte, volví al pueblo y el olor de la hierba alta, y las
flores salvajes que inundaban la huerta (ya echada a perder) me devolvió a
aquellos días en los que mi mayor ilusión era ayudarle a regar los tomates. El
olor de los tomates también me ayuda a revivirle, pero hay un olor aún más
poderoso que todos esos olores… y es el de su colonia.
Cuando
conseguí mi primer trabajo le regalé una caja de colonia y jabón perfumado. No
hace mucho, un día que fui a visitar a mi abuela, vi ese jabón en un estante
del baño. Me lavé las manos tres veces con él y volví a los trece años. Juraría
que volví a los trece años y que estaba en el pueblo, con el abuelo diciéndome
que no bajase la cuesta de casa tan rápido en bici, que me iba a caer (como
efectivamente hice).
Del
jabón pasé a la colonia, pues su frasco todavía estaba allí. Me eché dos gotas
diminutas en la muñeca izquierda, y con delicadeza acerqué la mano a mi nariz;
inspiré profundamente y volví al pasado, esta vez a un pasado tan lejano que no
pude acotarlo temporalmente. Yo era pequeña, muy pequeña, y llevaba un vestido
y unas sandalias preciosas pero incómodas. Paseaba con los abuelos y mis padres,
estábamos en algún lugar de la costa española (creo recordar), y yo correteaba
entre mi padre y el abuelo. A veces cogía la mano de uno, a veces la del otro;
era feliz entre aquellos dos hombres de mi vida. No sé cómo caí, pero caí. Si
sé que el suelo estaba empedrado y me destrocé una de las dos rodillas. La
memoria me trae a la mente imágenes del abuelo llevándome aúpa hasta una fuente
y, con toda la suavidad que puede tener un anciano que ha trabajado media vida
en el campo, me lavó la herida con agua. Puede que haya tergiversado ideas o
recuerdos y las cosas no sucediesen así, pero de lo que sí estoy segura es de
que me miró a los ojos y, a su manera, sin palabras, me dijo: “no pasa nada”, y
yo le creí, me tranquilicé y supe que todo iba a ir bien.
Me falta tu arcoíris, abuelo. Aunque fueses
a cumplir 90, seguías coloreando mi vida y te echo mucho de menos. Te quiero.
Hasta la eternidad.
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