Alguien me enseñó una vez que cuando nos
encontramos ante una situación de peligro, el cuerpo entra en estado de
alarma, pudiendo responder de tres maneras distintas: luchando y
enfrentándose al problema, escapando y huyendo de la situación
amenazante, o quedándose paralizado.
A pesar de desear ser de aquellas personas que se
quedan a luchar, muchas veces he creído que yo soy de las que huyen.
Pero la vida me ha dejado paralizada en más de una ocasión, por lo que
nunca he tenido clara mi posición al respecto. ¿Soy entonces una
cobarde, una valiente, una insensata…? Cuestioné mis reacciones durante
un tiempo, pero un día me di cuenta de que el objetivo principal de
cualquiera de las tres opciones es el mismo: superar el peligro.
La elección de cómo sortear ese peligro responde a
algo primitivo, visceral y automático. Lo importante no es de dónde
surge ese reflejo, sino a dónde nos lleva. Tendemos a ensalzar la lucha,
como si invariablemente condujese a la victoria, pero huir no es
siempre de cobardes, y luchar puede ser signo de insensatez en vez de
valentía. Cada situación requiere su actuación particular a la hora de
sortear el peligro. Es el subconsciente quien, en cuestión de milésimas
de segundo, toma la decisión que (con suerte) nos salva.
El estado de alarma suele frenarse cuando el peligro desaparece y nos
sentimos a salvo. Pero a veces, aunque el peligro desaparezca, por
alguna razón, seguimos sin sentirnos a salvo. Es entonces cuando,
inevitablemente, permanecemos alerta. De pronto somos incapaces de
volver a nuestro estado de relajación. Se nos olvida lo que era la
liberación y el desahogo, y por mucho que queramos, no sabemos volver
atrás. Y es que una vez que se entra en estado alto de alarma, no
resulta fácil salir. Resulta aventurado afirmar que sea posible volver a
los mismos niveles de relajación y desinhibición que se tenían “antes
de”, pero me consta que se puede acercarse bastante a ellos y rebajar el
nivel de tensión. Eso sí, hace falta paciencia por parte de uno mismo y
calidez de manos amigas que estén dispuestas a acogernos (de vez en
cuando) entre ellas. De modo que gracias al tiempo y a las atenciones de
los demás, la calma vuelve a surgir espontáneamente.
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