15 de julio de 2014

Vivir sin desvivirse no es vivir

Me pasa con cierta gente, de repente conozco a alguien, o me fijo en alguien que antes no había "visto", y que ahora me deslumbra. No sucede a menudo, porque derribar mis barreras no es nada fácil, pero de repente alguien (un familiar/un amigo/un desconocido) entra y no hay manera de hacerle salir. Me vuelvo loca e irremediablemente apasionada. El resto de personas que me rodean (y a las que quiero) pasan a un segundo plano. El mundo se para y yo sólo quiero adentrarme más y más en ese alguien, quiero formar parte de él. Me vuelco, derramo todo mi ser, hasta quedarme seca y consumir todas las emociones.
Cuando la fiebre pasa, deja en su lugar mucho cariño y una ternura considerable. Me gusta conservar a esas personas (de una manera u otra) en mi vida, conocerlas con calma, con equilibrio, reforzar la amistad... Ser serena y estable.
Y cuando parece que todo marcha bien, que tengo las relaciones personales bajo control, vuelve. Vuelve la sed de otra persona y ese periodo de "enamoramiento" que es como una droga, una puta locura que me vuelve la cabeza del revés y el corazón boca abajo.
Es en estos momentos cuando suelo dar rienda a mi yo más puro (o más visceral), así que cuando me faltan los echo de menos, pero cuando están me siento como si una vorágine de emociones asfixiantes amenazase con ahogarme (y a ratos lo lograse). Odio y amo esta dualidad casi tanto como me amo y odio a mí misma.
Pero en el fondo sé que no podría vivir sin apasionarme, por mucho que me maree y confunda, pues al final siempre vuelvo a montar en la montaña rusa. Otra vuelta, por favor, que no sé vivir sin desvivirme un poco más.