Con una delicadeza aparentemente impropia en él, extendió el brazo a lo
largo de la ancha cama y deslizó las yemas de sus dedos corazón y anular sobre
mi hombro descubierto, trazando un círculo sobre mi piel morena y ardiente.
Apenas un roce y retiró la mano.
Nuestras miradas incendiadas se cruzaron durante una milésima de segundo y
enseguida huyeron la una de la otra. No se trataba de mimos o caricias, tampoco
de una pasión desenfrenada; eran ganas de formar parte del otro, ganas de
sumergirse, ganas de ahogarse en la otra persona, pero también era miedo; miedo
a formar parte del otro, miedo a sumergirse, miedo a ahogarse en la otra
persona...
La fascinación y el deseo se mezclaban con el vértigo y el pánico, creando una
combinación explosiva que me dejaba sin aliento.
Sacudí la cabeza con cierta brusquedad, como intentando espantar cualquier
resto de los molestos pensamientos racionales, de las cargantes reflexiones
emotivas (siempre tan manidas y cursis), de la amarga preocupación y del oscuro
miedo...
Lentamente, renuentemente, me levanté de la cama y con pasos desnudos y
sigilosos salí de la habitación dejando tras de mí la puerta entornada (no me
atreví a cerrarla del todo, quizás por no despertarle) y la certeza de que
ambos nos moríamos por querer al otro, pero ninguno de los dos deseábamos
cargar con el peso y la responsabilidad de ser queridos.
Y sin embargo, qué más daba. Qué importaba nada si en ese momento, en ese
preciso instante, teníamos los corazones pletóricos y acompasados, los cuerpos
brillantes, las mentes lúcidas y febriles, en simbiosis, el alma vibrando al
unísono... si nos sentíamos vivos y dementes.
La luz del sol lo bañaba todo a su alrededor, y su claridad nos calaba
hondo.
Ningún verano debería tener fin.