Algunos
domingos por la mañana, cuando no tengo prisa y cierro los ojos más de
la cuenta, los fantasmas hacen de mi casa la suya.
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—Buenos
días, solete. —Mi abuelo irrumpe en la habitación y sube la persiana
con brío. Con paso torcido pero firme, se acerca a la cama, me destapa y
me hace cosquillas en los pies—. Venga, dormilona, levántate, que
Agustina ha preparado chocolate caliente.
Mi
risa se torna histérica y sacudo tan fuerte las piernas que temo darle
una patada por accidente. Intento alejarme de esas manos de piel
tornasolada y áspera que, implacables, torturan las plantas de mis pies.
Desde la cocina, junto al olor a chocolate, llegan las voces de mi
abuela. —Simón, deja tranquilos a los niños. Mira que te gusta hacerles
de rabiar...
Suplico
clemencia a mi abuelo y me recuesto dando la espalda a la luz que entra
por la ventana, mirando a la pared. —Abuelo, que aquí se está muy bien,
déjame un ratito más, anda.
—Bueno,
pero toma, tesoro, toma —dice mientras abre una bolsa de Werther's. Le
miro con cierta diversión, pues son muchos años los que el abuelo lleva
regalando caramelos de café a escondidas y no me ha quedado más remedio
que acostumbrarme a su sabor. Esta vez coloca dos caramelos sobre la
almohada. Se trata de un ritual con aires de secretismo que hace que la
habitación rebose complicidad.
Cuando
me quiero dar cuenta ya estoy oyendo los pasos de mi abuelo, cansados y
decididos, abandonar la habitación. Es entonces cuando pienso en lo
afortunada que soy al contar con este abuelo tan parco en palabras y tan
rico en entrega y nobleza de corazón. Me siento orgullosa de haber
heredado su terquedad y espíritu de lucha, contenta de ser arisca y
fuerte, como él.
Disfruto
de saberme tranquila, relajada, a salvo, con todo el día por delante:
un desayuno con chocolate, un rato jugando a las cartas en la terraza
acristalada, unas aceitunas verdes de aperitivo o, con suerte, unas
nueces que el abuelo partirá, un bullicio de gente que entra por la
puerta y saluda dando besos que vienen acompañados de frío burgalés, un
televisor encendido ante el que algunos se congregan y piden silencio,
unas cuantas manos poniendo la mesa (larguísima), unos adultos diciendo
al resto que la comida está lista, una sobremesa en familia (bien en la
terraza grande, bien en el salón, con el sofá como protagonista
estrella), y por último, un paseo al centro de la ciudad (al abrigo del
gélido viento).
Desde
la cama, todavía perezosa, pienso en el día que se asoma y que se
consume demasiado rápido, y antes de que la alegría, la desidia o el
cansancio puedan hacer de las suyas, se instala la calma (solo aquí
puede llenarme tanto) y surge la certeza de que esto tiene un nombre:
hogar.
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Pero
los fantasmas se evaporan tan inesperadamente como llegan, y se llevan
con ellos esa casa que está a 240 km y en cuyas literas no me acabo de
despertar. No queda el olor a chocolate caliente, no aparecen caramelos de café en los bolsillos… ni rastro de aquellas mañanas de domingo que se antojan cada vez más ficticias.
Las cosquillas ya no producen risa porque sólo son imaginarias, las reales hace tiempo que desaparecieron.