23 de septiembre de 2013

Estado de alarma

Alguien me enseñó una vez que cuando nos encontramos ante una situación de peligro, el cuerpo entra en estado de alarma, pudiendo responder de tres maneras distintas: luchando y enfrentándose al problema, escapando y huyendo de la situación amenazante, o quedándose paralizado.
A pesar de desear ser de aquellas personas que se quedan a luchar, muchas veces he creído que yo soy de las que huyen. Pero la vida me ha dejado paralizada en más de una ocasión, por lo que nunca he tenido clara mi posición al respecto. ¿Soy entonces una cobarde, una valiente, una insensata…? Cuestioné mis reacciones durante un tiempo, pero un día me di cuenta de que el objetivo principal de cualquiera de las tres opciones es el mismo: superar el peligro.
La elección de cómo sortear ese peligro responde a algo primitivo, visceral y automático. Lo importante no es de dónde surge ese reflejo, sino a dónde nos lleva. Tendemos a ensalzar la lucha, como si invariablemente condujese a la victoria, pero huir no es siempre de cobardes, y luchar puede ser signo de insensatez en vez de valentía. Cada situación requiere su actuación particular a la hora de sortear el peligro. Es el subconsciente quien, en cuestión de milésimas de segundo, toma la decisión que (con suerte) nos salva.
El estado de alarma suele frenarse cuando el peligro desaparece y nos sentimos a salvo. Pero a veces, aunque el peligro desaparezca, por alguna razón, seguimos sin sentirnos a salvo. Es entonces cuando, inevitablemente, permanecemos alerta. De pronto somos incapaces de volver a nuestro estado de relajación. Se nos olvida lo que era la liberación y el desahogo, y por mucho que queramos, no sabemos volver atrás. Y es que una vez que se entra en estado alto de alarma, no resulta fácil salir. Resulta aventurado afirmar que sea posible volver a los mismos niveles de relajación y desinhibición que se tenían “antes de”, pero me consta que se puede acercarse bastante a ellos y rebajar el nivel de tensión. Eso sí, hace falta paciencia por parte de uno mismo y calidez de manos amigas que estén dispuestas a acogernos (de vez en cuando) entre ellas. De modo que gracias al tiempo y a las atenciones de los demás, la calma vuelve a surgir espontáneamente.